Homilía del Sr. Obispo en la ordenación sacerdotal de David Guirado Gutiérrez

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El sábado, 22 de junio, fue un día de inmensa alegría para la Iglesia y en especial para la Diócesis de Cuenca. El Obispo de Cuenca, Monseñor José María Yanguas,  ordenó sacerdote a David Guirado Gutiérrez. La ceremonia se celebró en la Catedral de Cuenca y la homilía fue la siguiente:

Querido David, queridos sacerdotes concelebrantes, padres, familiares, amigos, muy queridos seminaristas y formadores del Seminario

Es para vosotros y para toda la diócesis una gran alegría -os aseguro que lo es también para mí- celebrar la Sagrada Eucaristía en la que administraré el sacramento del Orden en el grado del Presbiterado a este hermano nuestro, cuya persona y ministerio encomendamos ya a los cuidados maternales de la Santísima Virgen, madre de los sacerdotes y de todo el pueblo cristiano.

1) El sacerdocio ministerial es un misterio grande y bello en el seno de la Iglesia, esposa de Cristo. Un misterio es, ciertamente, algo que no alcanzamos a comprender del todo, justamente porque es cosa de Dios, un sacramento, algo sagrado. Los sacramentos son acciones de Dios en favor de los hombres, salvadoras, benéficas. Acciones divinas, misteriosas, deslumbrantes. Manifestación del poder amoroso del que confesamos omnipotente y misericordioso, siempre espléndido con nosotros los hombres. Sí; el sacerdocio es algo sagrado, un misterio de amor. Pero porque es invención divina, no humana, y porque nos supera completamente corremos el serio peligro de rebajarlo, de humanizarlo demasiado, de desacralizarlo, de secularizarlo. Cada día deberíamos pedir humildemente a Dios que renueve en nosotros la conciencia del soberano don recibido; el deseo de admirarlo y respetarlo, cada vez más conscientes de lo que significa; que renueve la capacidad de llenarnos de asombro; la humidad de reconocernos totalmente indignos de él, la voluntad de servir a todos con la gracia que se nos ha regalado.

Por eso hemos de vigilar para que no se desvirtúe el misterio; si lo hacemos demasiado humano, si no llama a la trascendencia, si no habla de Dios a los hombres, estamos diluyendo su identidad. Esto se puede hacer de muchas maneras, desde aquellas más banales y superficiales, hasta aquellas otras menos llamativas, pero igualmente letales para el sacerdocio. Ni siquiera nuestras actividades sacerdotales, por más verdaderas y necesarias que sean, pueden hacernos olvidar nuestro ser más íntimo, nuestra condición de otros Cristos, Cabezas y Pastores del pueblo de Dios, por la ordenación sacerdotal. Es cuestión, primordialmente, de identidad, queridos sacerdotes; no de actividad, aunque lo que hacemos sea importante, necesario para la Iglesia y para la humanidad. El sacerdote mismo es un misterio: esto es lo difícil de entender. Un misterio como lo es también el cristiano, cualquier cristiano: lo es su divinización, su elevación al orden de la gracia. Y lo es que el sacerdote sea otro Cristo, que “im-persone” al Hijo de Dios de un modo radicalmente nuevo. Si me lo permitís, diría que en el sacerdote se re-presenta el misterio de Cristo: en nuestra pobre humanidad, se im-persona Cristo y podemos así actuar “en su nombre”, más que en su nombre. Cuando digo: “esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, cuando digo, anonadado: “Yo te absuelvo de tus pecados”, es Cristo el que lo dice y lo hace. Cristo mismo. ¿Nos damos cuenta de dónde radica el misterio del sacerdote? ¿No es para llenarnos de asombro, llorar de alegría, prorrumpir en alabanzas, implorar perdón por olvidar a veces el abc de nuestra condición, que es don y misterio? Querido David, esto vas a recibir. Para esto debes vivir.

¿Nos llenaremos acaso de orgullo vano por el misterio que somos cada uno de nosotros sacerdotes? ¿Olvidaremos que el Señor nos ha elegido sencillamente porque así lo ha querido, sin mérito alguno de virtud, inteligencia o posición social, por nuestra parte? Para devolvernos a la realidad bastará contrastar la doble visión: la de Cristo sacerdote -nuestra identidad, nuestro modelo y nuestra aspiración-, y la visión de nuestra indignidad e incapacidad para “ser” y reproducir su imagen de Siervo de Dios y de Buen Pastor. Al mirarnos en el espejo de Cristo, captaremos nuestra deformidad. Descubriremos la condescendencia de Dios y nuestra nulidad. Esa doble y contrastante visión no nos desalienta ni avergüenza; nos llena de humilde gratitud y nos mueve, a ser fieles. Y nos hace comprender, querido David, que lo mismo que todo lo que hacemos en la Iglesia debe hacerse de manera que respete el espacio espiritual de los demás, así también debemos ser humildes y discretos de manera que nuestros comportamientos no atraigan la atención de los demás sobre nosotros, en vez de sobre Cristo.

2) Hemos proclamado el pasaje bien conocido del Evangelio de san Juan en el que el Señor confía a Pedro el pastoreo de su rebaño después de su triple confesión de amor al Maestro, una confesión que ahoga y se sobrepone al rumor de su triple negación en un pasado todavía no muy lejano. Pedro, ¿me amas? La triple pregunta no pretende humillar a Pedro. Quizás solo quiere hacerle consciente de que el pastoreo de las almas en su Iglesia es oficio, tarea de amor. Como sabes, San Agustín lo expresó de manera magistral cuando dijo: “Apacentar la grey del Señor es un oficio de amor”. Es una máxima válida para cualquier Pastor, presbítero, obispo o papa que sea. Elegidos por amor para un servicio de amor.

No es el sacerdocio un oficio sin más, un modo de realización personal, ni un servicio social, ni tarea para encomendar a quien busca ganarse la vida con el sacerdocio, un asalariado que trabaja por dinero, por lograr un reconocimiento social o, un status de más menos prestigio. ¡Pobre hombre! Este es oficio de amor a los demás, en obediencia al Padre. Y el amor no conoce límites ni exige descansos; no precisa de medios ni de técnicas particulares; no lo frenan las dificultades, ni lo desaniman los fracasos; no lo derrota el cansancio, ni lo ensoberbecen los éxitos.

3) El pasaje de la carta a los Romanos que hemos leído nos invita a ser y a sentirnos hombres de Iglesia, a experimentar el gozo de la comunión de los santos, la alegría fuerte de la fe común, de la esperanza compartida que nos fortalece, de la caridad que crea comunión de afectos y sentimientos y se traduce en obras de bien.

Somos miembros de un cuerpo vivo, articulado, miembros con funciones diversas. Ni somos todo el cuerpo, ni somos miembros desligados de los demás: “Existimos en relación con los otros miembros”, dice bellamente San Pablo. Nomos no somos como esos grandes actores de cine o de teatro que desempeñan todos los papeles del reparto. El Apóstol nos exhorta a presidir con solicitud, a aplicarnos a enseñar de acuerdo con la regla de fe, a dedicarnos a servir, a ocuparnos a la exhortación. Nuestra tarea.

Ser hombre de Iglesia es sentirse parte de un mismo presbiterio, superando tentaciones aislacionistas, singularidades excéntricas, personalismos egocéntricos, protagonismos excesivos, senderos solitarios. Son cosas que no se corresponden con el espíritu sinodal, ese estilo eclesial que, como dice Francisco, nos lleva a iniciar cualquier programa, apostolado o misión preguntándonos por lo que Dios quiere de nosotros; un estilo eclesial que lleva a superar toda cerrazón en nosotros mismos, la actitud del “yo, mi, a mí, conmigo, para mí”; un estilo apoyado en la humildad que valora a los demás, aprecia sus aportaciones y consejos, tiene en cuenta sus modos de ver; y de otra parte, controla el orgullo, la soberbia, el pensar que uno lleva razón siempre y en todo; que lo mío es lo mejor, y que, por principio se equivocan los demás.

Querido David, ordenado presbítero, tu tarea y empeño es configurarte existencialmente cada día más a Cristo Sacerdote y Pastor, modelo de la grey, que entrega su vida por las ovejas que te serán confiadas.

A los cuidados de la Madre de Dios, madre de la Iglesia y de los sacerdotes, y a San Julián confío tu persona y tu ministerio sacerdotal. Amén.

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