17 de marzo de 2007
Queridos diocesanos:
Causa tristeza el repetirse de actuaciones y comportamientos que traslucen una inquietante falta de respeto por realidades altamente valiosas, de sentida y sincera consideración por las personas, de un mínimo e indispensable miramiento con lo que para muchas de ellas hay de más querido y venerado. Tales actuaciones y comportamientos, expresión de hondas carencias de tacto y de sensibilidad a la hora de las relaciones con los demás –cuando no simple manifestación de fanatismo irracional y de penosa intolerancia que no soporta que otros hombres y mujeres piensen y quieran vivir de acuerdo con una fe distinta de la propia-, tales modos de proceder laceran peligrosamente los vínculos que hacen posible la convivencia de personas en sociedad.
Me estoy refiriendo, como todos habrán comprendido, a las imágenes blasfemas aparecidas en algunas publicaciones, subvencionadas además por instituciones públicas y con dineros naturalmente públicos, es decir, de todos los españoles. Además de indignación más que fundada, tales hechos producen un profundo dolor por lo gratuito e infundado de la ofensa, por la sórdida ordinariez y falta de buen gusto que demuestran, por la ausencia clamorosa de espíritu civil y de un mínimo respeto por las creencias de millones de ciudadanos. Estos tienen el derecho a no ser ofendidos, a no serlo impunemente y a que la autoridad pública haga todo lo que está en su mano para que tales derechos no sean conculcados.
La libertad de expresión no puede convertirse en un fácil y cómodo recurso para justificar comportamientos como los señalados ni puede esgrimirse como si se tratara de una “patente de corso” para pisotear derechos fundamentales. La vida de la inteligencia necesita la libertad, como necesita la del cuerpo el aire para respirar. Pero la libertad del hombre no es absoluta ni fin de sí misma, no es independencia o autonomía total. Si así fuera no sería posible una convivencia en sociedad verdaderamente humana, que es co-existencia de libertades, convivencia de hombres libres. Hace tiempo que ha quedado a todos claro que una sociedad integrada por libertades absolutas degenera en la dictadura de la libertad de alguien que pulveriza las libertades de los demás. La libertad del hombre tiene límites naturales; no es la suya la espontaneidad del animal para la que cualquier instinto se presenta como legítimo deseo. La sociedad de hombres libres es convivencia de hombres que se hacen cargo de su propia libertad, es decir, una sociedad de hombres responsables. Se ha dicho con indudable acierto que “la libertad amenaza con degenerar en arbitrio –amenaza con autodestruirse-, si no se vive con responsabilidad”. En una sociedad de hombres y mujeres libres, precisamente por serlo, no tiene cabida el principio irresponsable e iliberal del “todo vale”. No, no es verdad; en una auténtica sociedad civil vale el respeto del otro, particularmente del más débil, vale el espíritu de comprensión, vale la humana pasión por la verdad, la belleza y la libertad, vale el deseo irreprimible de justicia, valen la nobleza y sinceridad en los comportamientos, vale el espíritu de servicio, vale la lealtad, vale sentir a todos los hombres como miembros de una misma sociedad humana, vale el respeto exquisito de hombres y mujeres que profesan una fe por la que están dispuestos a dar la vida y desean convivir pacífica y cordialmente con quienes tienen creencias distintas o no tienen ninguna.
Haciendo propias las palabras del Comité Ejecutivo de la Conferencia Española, también yo pido “con toda firmeza”, el respeto de la fe católica, de sus imágenes y de sus signos, como lo pido para las demás profesiones religiosas. “No podemos pasar por alto – como dice el citado Comité – ni dar la sensación de que toleramos tales lesiones de los derechos de los católicos y de la Iglesia”. Se trata de auténticos derechos fundamentales que no pueden ser ni ignorados ni conculcados.
Cordialmente.
X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ
Obispo de Cuenca