31 de diciembre de 2006
Queridos diocesanos:
Celebramos este domingo la fiesta de la Sagrada Familia. El Hijo eterno de Dios, nacido en el tiempo de una Madre virgen, asumió nuestra naturaleza. Se hizo semejante en todo a nosotros menos en el pecado, que no forma parte, por tanto, de la naturaleza humana –Dios vio que todo lo que había hecho era bueno-, sino que es fruto de la libertad del hombre y de su actualización histórica. El Verbo eterno de Dios quiso así nacer en el seno de una familia, santificándola y dándole un alcance y sentido nuevos.
Resulta estimulante ver cómo una y otra vez la familia sale muy bien parada en las encuestas sobre las instituciones sociales más apreciadas. La familia, no sólo en España, recibe la más alta valoración y ocupa el primer puesto de las preferencias. Es tan natural la familia, está tan enraizada en el hombre, resulta tan “extraña” una persona privada de ella, que, a pesar de las apariencias, sale vencedora siempre que se la quiere privarla de sus precisos contornos –unión personal, total, con respiro y anhelo de eternidad, entre un hombre y una mujer que se desea fructifique en nuevas vidas-.
A nadie puede extrañar este hecho pues las experiencias más bellas, los recuerdos más gratos, los sentimientos más profundos y los amores más limpios están ligados a la historia de las relaciones entre cada uno de nosotros y su familia. Es cierto que en el seno de ésta se dan también hechos traumáticos y fenómenos dolorosos que todos lamentamos, pero eso es algo que pertenece a la patología de la vida familiar. Sabemos que la enfermedad está más o menos presente en la vida del hombre, pero no representa sino un paréntesis en la existencia de una persona. La enfermedad es una herida que se causa a la salud, que es preciso prevenir con las medidas oportunas, hacer lo que esté en nuestra mano para evitarla y curarla cuando se produzca, con el fin de que la salud se restablezca plenamente. Lo que nadie en su sano juicio hace es promover la enfermedad, favorecer lo que produce sufrimientos evidentes o procurar obstinadamente que enfermen quienes están sanos. Lo que, por el contrario, se debe hacer es prevenir, corregir y subsanar los fenómenos “desviados” o patológicos que puedan aparecer en la vida familia, ayudarla, sostenerla, defenderla, promoverla.
Los niños necesitan de una verdadera familia, no de engañosos sucedáneos, para crecer sanos. Además, y aunque no sea poco, no todo está hecho proveyéndolos perfectamente en lo que se refiere a la higiene, la comida o la ropa; cuidando de que suenen un instrumento, practiquen deportes o aprendan idiomas. Los niños necesitan, sobre todo, presencia de los padres, amor, ternura, dedicación, ¡tiempo!, cuidados, corrección, ¡ejemplo!… Si les falta, se volverán apáticos, se amargará su carácter, fracasarán espiritual, intelectual y corporalmente. Santo Tomás habla de la familia como de una especie de seno espiritual. Una vez nacido el niño, la familia representa algo así como la continuación del seno materno en el que se desarrolla y crece la vida ya nacida. Ahí se siente y está a salvo; fuera de ella queda a la intemperie, desprotegido.
El niño tiene necesidad de una verdadera familia, de un hogar cálido, del amor de sus padres y hermanos, de sentirse alguien esperado y deseado, de saberse siempre persona irrepetible y no canjeable, de no ser considerado una carga sino un bien precioso y en cierto modo “único”. La familia es escuela donde aprenderá a vivir como parte de una comunidad, a ejercitarse en las virtudes sociales, a colaborar con los demás, a saber conjugar el mío y el “nuestro”, a comportarse con generosidad, a practicar el sacrificio gustoso como requisito indispensable para una convivencia en concordia y amor. Permitidme, por todo ello, que tribute un homenaje de cariño particular a las familias numerosas, que constituyen una “escuela de alta calidad” en la transmisión de estos valores.
¡Qué bello es ser familia tal como Dios la ha “ideado” y querido! ¡Cuesta, pero cuánto da! A todas os deseo un venturoso Año Nuevo 2007. Con mi bendición
X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ
Obispo de Cuenca