4 de febrero de 2007
Queridos diocesanos:
Como es sabido, la familia es uno de los principales objetivos pastorales de la diócesis para el presente curso 2006-2007. Lo es porque nutrimos la convicción de que la familia, “iglesia doméstica” como se ha recordado tantas veces, ocupa un puesto importante en la misión evangelizadora y en la vida de la Iglesia y, la vez, resulta ser un factor integrante insustituible del bienestar de la sociedad. La familia es, en efecto “célula básica” de la sociedad, y de su vitalidad y buena salud derivan bienes sin cuento para ésta.
De ahí que no seamos indiferentes a las estadísticas que, en relación con la familia, difunden en estos días los medios de comunicación. Es imposible escucharlas con desapego, como si se tratara de algo que, en el fondo, no nos afecta y, a la vez, con la secreta esperanza de que ninguna de las “debilidades” que la familia padece hoy se cebe en nosotros o en los nuestros. Esto indica, de todos modos, que existe una conciencia más generalizada de lo que puede parecer de que esas “debilidades” de la familia son consideradas verdaderos y auténticos males que quizás no pueden eliminarse, pero que, desde luego, es una pena que se den, debiendo ser prevenidos y, en lo posible, suprimidos o evitados.
Las infidelidades matrimoniales, las separaciones, la desestructuración interna de tantos niños con padres enfrentados, los proyectos de vida rotos de numerosas parejas, la plaga terrible del aborto, las relaciones íntimas cada vez más prematuras, la vanalizacion de los compromisos asumidos o el abandono de aspectos importantes de nuestras vidas a las decisiones caprichosas del momento, no pueden ser realidades consideradas como progreso o avances.
¿Hacia dónde nos llevarían esos supuestos e imaginarios, falsos, progresos o avances? ¿Nos conducen esos fenómenos a una sociedad de hombres más justos, más cabales, más solidarios, responsables y atentos a los demás? ¿De verdad queremos caminar hacia metas sociales que privilegian el desarraigo familiar, el goce inmediato e inconsciente, que no presta atención alguna a las heridas que se pueden causar a los demás? ¿Queremos realmente una libertad ‘absoluta’, sin norte, desligada de toda verdad y valor, una libertad centrada en sí misma, egoísta y preocupada casi exclusivamente y ‘caiga quien caiga’ por los propios ‘derechos’? ¿Creemos en serio que se puede entronizar como criterio de comportamiento la real gana, de uno o de varios, que declara lícitos modos de hacer que ofenden la sana razón y el buen gusto moral? ¿Es que alguien se considera desafortunado por haber nacido en el seno de una familia, por haber gozado del afecto de un padre y una madre que vivieron su amor hasta la muerte –con dificultades, con altibajos quizás-, por haber sentido el calor de los abuelos, de sus muchos hermanos –tal vez vivido en la pobreza-? ¿Es un bien para la sociedad como tal facilitar o promover la disolución de la unión matrimonial sin aducir razón alguna, o eliminar la referencia al varón y a la mujer al hablar de matrimonio? ¿Es razonable que lo que lo no desea uno para sus propios hijos o nietos se convierta en un bien social cuando se contemplan las cosas en abstracto o ideológicamente? ¡Pero en este como en otros temas las cosas no se dan en abstracto, sino de manera bien concreta… y, no pocas veces, dolorosa!
La Iglesia no puede dejar de anunciar en su plena verdad, en toda su estupenda belleza, y también en todas sus exigencias, la buena nueva de Jesús sobre el matrimonio y la familia. Lo seguirá haciendo sin desmayo, serenamente, confiando en el buen sentido de la mayoría de los hombres, con fe en la gracia de Dios, con optimismo y con alegría. Y lo hará porque quiere ser fiel a la misión recibida de su Maestro, y porque sabe bien que el modelo de matrimonio y de familia que propone responde a los designios de Dios, es acorde con la naturaleza del hombre y representa un verdadero bien para las personas y la sociedad entera.
Buen descanso dominical a todos.
X JOSÉ MARÍA YANGUAS SANZ
Obispo de Cuenca