Queridos hermanos:
Celebramos ayer la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, fiesta de la Cruz, que toma nombres distintos en los diferentes pueblos, según sea la advocación concreta con la que se venera a Jesús en el momento de entregar su vida por los hombres, para conseguirnos la salvación. Los sisanteños honráis al Señor cargado con la Cruz con la advocación de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Hoy honramos a María bajo la advocación de Virgen de los Dolores, Nuestra Señora de las Angustias
La liturgia de hoy nos propone dos pasajes de la Escritura, uno de la carta a los Hebreos, el otro del Evangelio de San Juan. El breve texto de Hebreos nos presenta a Jesús como gran sacerdote que se compadece de nuestras debilidades, porque él mismo ha estado puesto a prueba habiendo experimentado nuestra debilidad humana. Cristo asumió nuestra naturaleza humana, fue hecho uno como nosotros, y, por eso, conoce bien al hombre, también su debilidad, aunque no conozca el pecado. El autor de la Carta nos exhorta a acercarnos a Jesús en la Cruz, al trono de la gracia, con total confianza, para recibir misericordia y nos conceda su gracia en el momento oportuno. Se nos invita a hacerlo porque aquel que está sometido a los límites de nuestra propia condición, no dejará de acoger con misericordia nuestras súplicas. También Él ha sufrido la debilidad y ha ofrecido al Padre como gran sacerdote sus padecimientos, sus “gritos y lágrimas”, sus “oraciones y súplicas” y ha aprendido, sufriendo, a obedecer.
También a nosotros se nos invita a ofrecer a Dios nuestros sufrimientos, nuestra debilidad. No tienen valor simplemente por tratarse de sufrimientos, sino por lo que tienen de aceptación de la voluntad de Dios, de obediencia a Dios, por lo que tiene de amor a Dios. La obediencia a Dios supone un corazón contrito, dolido de sus pecados; humillado, un corazón que se reconoce pecador y acude a la misericordia de Dios como único y verdadero remedio para sus debilidades. El cristiano por el Bautismo es consagrado sacerdote. Por eso se habla de la Iglesia entera como de un pueblo sacerdotal, n pueblo de sacerdotes. Cada cristiano posee, en efecto, el sacerdocio llamado común, no el ministerial propio de los presbíteros. Por el sacerdocio común que tenemos, todos podemos ofrecer a Dios el sacrifico de nuestras vidas, podemos unirlo al sacrifico de Cristo y ser así corredentores con él. A eso estamos llamados. Identificados con Cristo –cada uno es otro Cristo, el mismo Cristo− formamos una sola cosa con El, formamos un mismo Cuerpo en el que Él es la cabeza y nosotros los miembros. Y como somos uno con Él tenemos la misma misión que Él recibió de su Padre: la redención de los hombres y del mundo de los hombres. Para eso nos ha convocado, nos ha llamado Jesús. Y hemos aceptado y hemos recibido el Bautismo y nos hemos comprometido en la misión de corredimir a los hombres y edificar el Reino de Dios en este mundo. Eso es ser cristiano y esa es la misión que hemos de llevar a cabo. T
El Evangelio de la Misa nos muestra a María al pie de la Cruz, acompañada de María la de Cleofás, de María Magdalena y de Juan, el joven Apóstol que no abandonó nunca a Su Maestro y Señor. Cuántas veces hemos contemplado esa escena: María, en pie, junto a la Cruz, con el alma partida por el dolor, pero con la misma grandiosa y misteriosa serenidad de su Hijo Jesús en la Cruz. María corredentora. María modelo de corredención, porque nos enseña cómo hemos de realizar la misión de Cristo en el mundo. En la cima del Calvario Juan nos representa a todos los hombres. Estaba allí, junto, cerca de su madre, como para decirnos que también nosotros debemos mantenernos cerca de ella, que debemos imitarla en su proceder, que debemos ser, como ella, corredentores. Esa es la grandeza que está reservada a los hombres y que ni siquiera los ángeles pueden llevar a cabo. Estás llamado corredemir a los hombres. No puedes eximirte de esa tarea sin traicionar tu ser mismo de cristiano: otro Cristo, el mismo Cristo, corredentor con Él.
¿Cómo podemos serlo? Tomando como Jesús la Cruz de cada día. Por eso nos dijo Jesús “el que no carga con su Cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 10, 38). Queridos hermanos, no se puede seguir a Jesús si no carga con la cruz. Se podrán hacer muchas otras cosas buenas, pero nonos llevarán a identificarnos con Jesús. Pero, ¡qué cruz es la que hemos de llevar? San Lucas nos lo dice cuando precisa: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a si mismo, tome su cruz de cada día y me siga”. Justamente lo que hizo María: siguió los pasos de su Hijo tomando sobre sí la cruz de cada día, procurando siempre, en cada momento, hoy ahora, cumplir la voluntad de Dios. Así, sencillamente, humildemente. Cda día tenemos muchas ocasiones para negarnos a nosotros mismos, para decir no a nuestro egoísmo, a nuestra sensualidad, a nuestra pereza, a nuestro orgullo, a nuestra comodidad, a nuestra envidia, a nuestros deseos de venganza, a nuestra codicia, a nuestro afán de poseer más y más, a la voluntad de quedar bien aun a costa de mentir, a nuestra gula, a nuestro afán de quedar bien, a nuestra vanidad, a nuestra falta de generosidad. Podemos tomar la Cruz cada día, conformarnos a la Cruz, dejarnos clavar en ella en mil pequeñas cosas, con naturalidad, sin que nadie, excepto Dios, lo advierta, sin espectáculo. Seguimos a Cristo con la Cruz de cada día cuando por amor de Dios y por amor a quienes nos rodean llevamos con alegría las pequeñas contrariedades, las cosas que nos dan algo de fastidio, cuando soportamos a una persona que quizá resulta un poco impertinente, cuando las cosas no salen como esperamos, cuando nos callamos un comentario negativo o malicioso, cuando corregimos con afecto a un hijo a un nieto, cuando sufrimos un pequeño o grande dolor o estamos cansados, cuando experimentamos un revés, cuando vemos que somos malinterpretados, cuando llevamos con buen humor el demasiado calor o el demasiado frío, cuando, aunque nos cueste, procuramos animar a alguno de los pariente o amigos para que se acerquen a Jesús en los sacramentos o frecuenten las actividades de la parroquia.… Cada día nos esperan esas pequeñas cosas que molestan o nos cuestan. A veces, pero mucho más raramente, se tratará de cosas más graves: enfermedades, muertes inesperadas, reveses de fortuna, proyectos fracasados. Pero se trate de cosas grandes o pequeñas, esa es la cruz de cada día que cada uno debe llevar con el mayor garbo posible, procurando unirse a Jesús.
Si sabemos ofrecer cada día al Señor esas cosas, si sabemos ponerlas en la patena cada domingo en el momento del Ofertorio de la Misa y unirlas al sacrifico de Cristo, como se añaden al vino del Sacrifico unas gotas de agua, entonces estamos imitando a la Virgen al pie de la Cruz, entonces estamos siendo corredentores con Jesús, verdaderos, auténticos cristianos que no se limitan a decir ¡Señor, Señor!, sino que procuran cumplir en todo y siempre la voluntad del Padre.
Que Nuestro Padre Jesús Nazareno nos haga imitadores suyos.