Como cada año en el tiempo de Adviento, la liturgia nos invita a contemplar algunos de los personajes con presencia propia, podríamos decir, en el misterio que nos disponemos a celebrar. En las primeras semanas es la figura del Bautista, el Precursor, el que llena la escena con su mensaje invitando a la conversión, a despojarnos de lo que impide el advenimiento de Jesús a los corazones de los hombres y a sustituirlo con los frutos que pide la conversión.
Cuando nos encontramos ya a la mitad del camino que nos lleva a la gozosa celebración de la Navidad, al acercamos a las puertas del tercer domingo de Adviento, la Iglesia nos invita a poner nuestros ojos en la figura de María, en el misterio de su Inmaculada Concepción. En María se resume la entera historia de Israel, el pueblo heredero de la promesa. María aparece ya veladamente en el libro sagrado de los comienzos del mundo y de la humanidad, el Génesis, cuando Dios declara las hostilidades entre la serpiente y la misteriosa mujer que un día herirá a la serpiente en la cabeza, herida de la que nunca se recobrará ya plenamente. Con María el diablo queda derrotado, su poder quebrado, su dominio puesto en entredicho. María es el anuncio de la gran victoria de Dios sobre el príncipe de este mundo; más aún, es la primera gran manifestación de esa victoria; es su solemne anuncio al mundo. Por eso la acechará siempre, amenazará con herirla en su talón. Se revolverá siempre contra el icono de la victoria de Dios sobre el padre de la mentira. Con razón hemos proclamado en el salmo responsorial con toda la Iglesia: “El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia; se acordó de su misericordia y de su fidelidad” y, alegres, hemos acogido su invitación: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”.
María es la madre de Cristo, el hombre nuevo, autor de la nueva creación y primera criatura nueva. Dios ha querido que la luz de la nueva creación, que la efigie del hombre nuevo que es Cristo, se reflejara y se grabara también en el alma de la Virgen. Ella será la nueva Eva en el mundo recreado por Dios con la Encarnación de su Verbo Eterno. La salvación, los méritos de Cristo, su Hijo, la han alcanzado antes que a ninguna criatura y con tal plenitud que ha sido preservada del pecado original con el que todos los hombres nacemos, perversa heredad recibida de nuestros primeros padres. María es la primera de los redimidos, la primera, y única en el modo en el que se ha realizado en ella la Redención. Todos los demás hemos sido redimidos del pecado que ya teníamos, el pecado cometido por otros pero presente en nosotros. María no; ella fue preservada del pecado. Dios no quiso que la Madre de su Hijo tuviera nunca nada que ver con el pecado. Redimida, sí; pero siendo preservada. Preservada en virtud de la redención realizada por su Hijo.
Por eso dice la Iglesia, en el Compendio del Catecismo (n. 96) dice al explicar el misterio de la Inmaculada Concepción: “Dios ha elegido gratuitamente a María desde toda la eternidad para que fuese la Madre de su Hijo: para cumplir tal misión, ha sido concebida inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Jesucristo, María ha sido preservada del pecado original desde su concepción”.
El proyecto de Dios, que precede los siglos, se ha cumplido perfectísimamente en María. Dios nos eligió en Cristo, en efecto, ya antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia y así la gloria de su gracia redundas en alabanza suya. El proyecto divino ha encontrado su plena realización en María, una de nuestra estirpe. No sólo su alma “proclama la grandeza al Señor”; su ser mismo, su persona, es anuncio y noticia del infinito poder y belleza de nuestro Dios. Al felicitar a María por su Inmaculada, purísima Concepción, damos gloria a Dios porque ha hecho obras grandes en ella. La santidad de María, su singular perfección, es un canto a Dios, himno de reconocimiento de su grandeza y santidad, himno de gratitud por el don que, en María, hace a toda la humanidad.
Don tan grande que María misma se pasma, se asombra. El anuncio del Ángel la turba, la conmueve profundamente. No es la presencia del Ángel lo que causa la turbación de María. Es su mensaje de salvación lo que la anonada y desconcierta. “Concebirás en tu vientre un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 26-38).
Permitidme que subraye dos particulares. El primero se refiere a las últimas palabras del pasaje evangélico que se ha proclamado: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Humildad de María. Su vida ha sido puesta enteramente en las manos de Dos. Su voluntad es la norma que rige su vida. Como buena israelita conoce bien la historia de su pueblo; ha sido instruida en la Escritura Santa. Ha escuchado muchas veces el relato de la Creación. Es consciente de su condición radical de criatura. Pertenece a Dios y sólo a Él reconoce como su Señor. Ella es simplemente la sierva, la esclava, sencillamente porque Dios es el Señor, el único Señor, a quien ha decidido servir desde su niñez. Sólo desea estar a disposición de su Señor. No es lo que yo quiero lo que señala el rumbo de su vida y explica sus decisiones, sino lo que Dios quiere.
Esto explica el segundo particular en el que quiero fijarme. María da su asentimiento al mensaje del Ángel sólo cuando éste le asegura que su ser Madre de Dios no comprometerá la virginidad prometida; sólo cuando sabe que irán juntas, ella no sabe cómo, su maternidad y divina y su virginidad. Por eso, con expresión que sorprende en un primer momento, se ha dicho que la condición maravillosa que María puso para ser Madre de Dios fue la de conservar su pureza inmaculada. Quiero pensar que en el corazón de la “tota pulchra”, consagrada por entero a Dios, era bien precisa la determinación de María de cumplir la voluntad de Dios que le había pedido su virginidad, aún al precio de no ser la Madre de Dios.
Admiremos la belleza del misterio de la Virgen Inmaculada, veneremos su pureza sin mancha, y pidámosle que amemos y vivamos, con su ayuda e intercesión, la bendita virtud de la pureza, con la modestia y el pudor que son su salvaguarda y protección. Amén.