La semana pasada hablamos del aplauso general con que la opinión pública ha recibido el acuerdo entre varios partidos políticos para trabajar en la elaboración de un pacto para la educación, de cuya necesidad nadie parece dudar. A la vez, hacíamos notar que cualquier pacto educativo exige la presencia de todos los interesados en el asunto, entre ellos y no en último lugar, los padres y sus respectivas asociaciones en el ámbito educativo.
En efecto, con ser importante el acuerdo entre las fuerzas legislativas en el parlamento para elaborar una nueva ley de educación, resulta imprescindible la participación de los padres en alguna fase de su elaboración. Por otro lado, la atención se ha de centrar principalmente en las líneas generales que deberán dirigir los trabajos encaminados a hacerla posible. También sería conveniente que se diese un cierto consenso social en este punto, ya que no siempre ni necesariamente coincide el modo de ver de los ciudadanos de a pie con las ideas de los legisladores, por más que estos sean sus legítimos representantes. La representación no es tan perfecta como para permitir, sin más, la identificación entre el modo de pensar de los representados y el de sus representantes. En ocasiones las diferencias son profundas en algunos puntos de relieve. De ahí que parezca demasiado reductivo limitar el pacto educativo al que se puede dar entre diversas fuerzas políticas.
No faltan quienes sospechan que el así llamado “pacto educativo” pueda constituir, a la postre y más allá de las buenas intenciones de muchos, una manera de introducir subrepticiamente en el corazón del sistema educativo ideas, concepciones del hombre, de la familia y de la sociedad, que poco se corresponden con las que sostienen una mayoría de los padres de los chicos y chicas en edad escolar.
Con demasiada frecuencia se tiene la impresión de que existe un claro empeño por parte de agentes cuya identificación resulta mucho menos clara, por “propagandar” primero e implantar después en la sociedad ciertas corrientes culturales. En ocasiones, en efecto, como de repente, se asiste a la publicación de artículos de fondo en periódicos importantes en distintos puntos del globo, a la difusión de novelas o a la proliferación de películas de parecida temática y de idénticos planteamientos que dan la impresión de obedecer a un bien detallado y proyectado plan destinado a producir un fuerte impacto en la sociedad, a la que son presentados con indudable atractivo y arte. Atractivo y arte que no escapan, sin embargo, a la idea de que esconden no poco de artificio en su intento de superar las resistencias que encuentran en el entramado de ideas que componen el imaginario colectivo de un determinado país.
A propósito de alguno de estos asuntos, el Papa ha hablado de una verdadera colonización cultural. Una colonización no tanto de personas cuanto de ideas: del conjunto de ideas que van de un país a otro para establecerse en él. No son ideas autóctonas, sino advenedizas, forasteras; algo que viene de fuera, ajeno a la propia tradición y cultura; algo que se quiere, de algún modo, imponer por diversos medios a lo propio y originario de un pueblo. La colonización trae como consecuencia una especie de reconstrucción del país. Ya no es lo que era. No se trata simplemente de eliminar defectos, de corregir posibles desviaciones o de equilibrar extremismos. Tampoco se trata de negarse a aceptar elementos positivos de otras culturas o de estar abiertos a novedades enriquecedoras. No; en la colonización ideológica está en juego la identidad, la idiosincrasia de un país, de su manera de ser y de existir.
No falta quien piensa que algo de esto se está produciendo hoy, o puede producirse, en el mundo de la educación. De ello nos ocuparemos en sucesivas cartas semanales. Hablaremos en concreto, Dios mediante, de la ideología de género.