Queridos diocesanos:
En la proximidad de la Navidad, deseo hacerme cercano a cada uno de vosotros, entrar en vuestro hogares y celebrar con cada familia, llenos de alegría, el misterio de la asombrosa cercanía de Dios a los hombres, revelada en el Niño-Dios que adoramos en Belén en estos días, junto con María y José, los ángeles, los pastores, y los Reyes llegados de países lejanos.
La Liturgia de la Iglesia nos ha ido marcando durante el Adviento un ritmo cada vez más vivo en nuestra espera del Mesías prometido. El deseo de su llegada se ha ido haciendo progresivamente más intenso. En los primeros momentos de este tiempo santo, la Iglesia nos advertía: “El Señor viene de lejos”; poco días después nos aseguraba: “el Señor vendrá y no tardará”; finalmente, como animando el tiempo de la espera de la celebración ya inminente del gran Misterio, ha espoleado nuestra esperanza asegurándonos: “El Señor está cerca”, está ya a la puerta. Estad prontos. ¡Vigilad, que ya viene!
Con el pasar de las semanas del Adviento, la oración de la Iglesia se ha vuelto así cada vez más ardiente; su espera casi ha trocado en impaciencia y el deseo ha mudado en ansiedad. La Iglesia anhela el momento de contemplar al Redentor, haciendo eco al ansia de redención que anida en el corazón de los hombres. Sabe ella que la Navidad es la respuesta al deseo más íntimo y arraigado del corazón humano: el anhelo de ser salvado, de ir más allá de los propios límites, de vencer la debilidad experimentada a veces con tanta intensidad, de derrotar el pecado en cualquiera de sus formas, de superar los egoísmos y domeñar la violencia, de impedir y reparar las injusticias flagrantes de nuestro mundo. Empresas todas ellas que superan nuestra fuerzas.
Pero en la Navidad Dios viene a nuestro encuentro para salvarnos, para librarnos de los males de los que sólo Él puede curarnos de verdad. Por eso, al experimentar la alegría de la llegada del Mesías-Redentor, deseo a todos, de corazón, una muy: ¡feliz Navidad!