Queridos diocesanos:
La semana pasada terminaba mi colaboración poniendo de relieve lo acertado de unas palabras del Papa Francisco, según el cual, una vez destruidas, olvidadas o relegadas las verdades del Dios creador y del hombre como criatura, quedan demolidos “los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana”. Eliminada la idea de Dios como ser “fundamente”, en última instancia, de toda otra realidad, resulta imposible hablar de verdad en sentido fuerte. Todo queda, así, sometido a la ley de la provisionalidad, y el relativismo se impone dando lugar a un mundo de verdades “particulares”, funcionales, en el que ya no hay cabida para la verdad. Quedan así vacías de sentido las palabras del poeta: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. Se vuelve imposible una de las más bellas aventuras que el hombre pude emprender: la búsqueda de la verdad en compañía de los amigos.
No obstante ser esa visión relativista del mundo el pensamiento hoy dominante, asistimos, en un giro sorprendente y contradictorio, al intento de absolutizarla, de concederle graciosamente el valor de verdad absoluta. No solo. Se trataría del único pensamiento dotado de legitimidad, de carta de ciudadanía, en nuestra sociedad. Y lo que es todavía más sorprendente, sin que sepamos por qué y sin que se exhiba razón alguna que lo justifique, este “pensamiento único” debería ser aceptado por todos e impuesto a todos como marco de toda educación y de toda posible legislación social. Y quien no se someta al yugo de tal pensamiento- persona, grupo social o nación, deberá ser castigado.
El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, sostuvo casi hasta el final de sus días que, al no existir una verdad objetiva, distinta de la verdad “personal”, “subjetiva” –en definitiva pura opinión personal, por fundada que se la considere-, las normas podrían derivar solo de una voluntad más o menos general. De aquí nace en buena parte la falsa idea de que el poder legislativo no puede hacer otra cosa sino convertir en leyes la realidad social. No sería las leyes justas las que deben orientar nuestros comportamientos, sino que son estos los que deben dar origen de las leyes (justas o no; eso poco importa). La ley aparece, en definitiva, como legalización de la realidad social. El peligro de entender así las cosas es manifiesto cuando la democracia degenera en partitocracia, y los partidos son dominados por los “aparatos” de los mismos, los cuales ni siquiera son, necesariamente y siempre, representativos de sus votantes.
Hablar en este contexto de derechos humanos resulta entonces un ejercicio de “buenismo”. ¿Sobre qué solido fundamento se apoyan, cuando no ha quedado en pie una naturaleza común que permita hablar de su universalidad? Pero es que Kelsen era perfectamente consciente de que, aunque se admitiese una realidad natural, esta no podría bastar para dotar a los así llamados derechos humanos de fuerza o “autoridad” suficiente como para exigir absoluto respeto. Esa “autoridad” solo la posee la naturaleza si hay un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en ella, como recordó Benedicto XVI en su Discurso al Parlamento alemán en 2011.
Lo sorprendente es que asistimos en estos momentos al intento de imponer por la fuerza -que no tiene que ser necesariamente física-, un sistema progresista, un “nuevo orden mundial”, un “nuevo inicio”, que descansa sobre la voluntad de unos pocos muy poderosos, sin que tenga un fundamento convincente, ni se sepa bien el fin último que persigue. Lo que está claro es su pretensión de substituir el “inicio” que narra la Biblia. Pero parafraseando a un conocido profesor americano, podríamos decir que quienes profesan un pensamiento relativista que se pretende único, y se llaman a sí mismos progresistas, no son necesariamente tales; simplemente están en desacuerdo con otros sobre lo bueno y lo malo…, si es que aún admiten algo que todos podamos llamar bueno o malo.
Sí, están en juego “los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana”.