Beato Pelayo José Granado Prieto, mártir

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Beato Pelayo José Granado Prieto, mártir

Infancia y adolescencia

Pelayo José nació en Santa María de los Llanos (Cuenca), el 30 de julio de 1895, y fue bautizado el 1 de agosto del mismo año. Su padre Juan Francisco, humilde labrador, había casado, de terceras nupcias, con Cipriana, de la que tuvo cuatro hijos, entre ellos a Pelayo José, que ocupaba el tercer lugar.

Cumplidos los ocho años, en 1903, Pelayo fue llevado a Cuenca por su madre, dejándole internado en la Casa Beneficencia atendida por las Hijas de la Caridad, tras haber hecho la Primera Comunión en el convento de los Padres Trinitarios. En la Beneficencia de Cuenca permaneció Pelayo hasta 1910. Las Hermanas, atentas a la evolución humana, afectiva y espiritual del joven Pelayo, le sugirieron ser misionero paúl, pues según su apreciación: “era muy educado, piadoso, juicioso y obediente. Ayudaba a la santa misa y rezaba el rosario todos los días; muy amigo de estar en la iglesia haciendo de sacristán”.

Con quince años es enviado a Teruel a comienzos del curso 1910-1911

Miembro de la Congregación de la Misión

Terminado el tiempo del Seminario Interno, emitió los votos el 9 de septiembre de 1916 ante el Visitador P. Antonio Arambarri, en la Casa Central de Madrid. A los pocos días, se trasladó con todos sus compañeros al pueblo de Hortaleza, a un pie de Madrid, donde cursó los tres años de filosofía (1916-1919). Aprobados los tres cursos de filosofía, vuelve a la Casa Central de Madrid para enfrascarse en el estudio de la teología, de cuatro años de duración (1919-1923).

Fue ordenado el 25 de mayo de 1923, en la Capilla de Palacio del obispo consagrante Mons. Prudencio Melo y Alcalde, obispo de Madrid.

Primeros destinos

Apenas ungido sacerdote para evangelizar a los pobres, recibe y acepta gustoso el primer destino que lo lleva a Écija (Sevilla), después sucesivamente a Granada, Sevilla y Badajoz.

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La mejor preparación para el martirio es la obediencia

En carta fechada a principios del año 1935, el Visitador P. Adolfo Tobar le comunicaba escuetamente: “Hemos estudiado en Consejo la situación de la casa de Gijón y nos ha parecido conveniente destinarle a esa comunidad. Puede ir usted cuanto antes, cumplidos los compromisos que tenga pendientes”. La noticia del cambio le hizo temer lo peor. No pudo evitar que le vinieran a la mente los acontecimientos vividos un año antes en Oviedo, donde murieron tres misioneros.

Con ocasión de tener que ir a La Corrada para predicar en la fiesta de Ntra. Sra. del Carmen, el 19 de agosto, una Hermana le advirtió que no fuera, pues correría un gran peligro, pero él contestó: “La obediencia es necesaria, ya que sin ella no es posible el martirio”. O como testimonia otra Hija de la Caridad, el P. Pelayo respondió: “¡No!, la mejor preparación para el martirio es la obediencia”.

Llegó al pueblo de La Corrada y antes de la celebración eucarística organizó una procesión alrededor de la iglesia, como era costumbre. La ceremonia dentro del templo resultó emocionante, gustando mucho a la gente. Todo discurría con normalidad hasta que, llegada la tarde, comenzó la movida antirreligiosa de milicianos y milicianas, que con armas unos y con palos otros, proferían insultos contra la Iglesia, los sacerdotes y la religión. El P. Granado, al verlo y oírlo, suspendió el viaje de vuelta a Gijón e indicó al Sr. Párroco, Don Manuel: “¡Qué feo se pone esto! ¿Habrá aquí alguna casa donde yo pueda ocultarme?

Tras los posibles refugios ofrecidos por el párroco, optó por esconderse en una casa abandonada de La Corrada; según capeaba el temporal, cambiaba de refugio: de día, escondido en un maizal; de noche, en casa de Don Manuel, hasta que fue sorprendido y apresado por sus perseguidores. Los milicianos llevaron al P. Granado a la Casa Rectoral de Soto del Barco, convertida en Cuartel General de la comarca. Aquí comenzó su martirio.

No obstante, el riesgo que suponía el celebrar y administrar el sacramento de la penitencia, en circunstancias persecutorias, no por eso dejó de hacerlo a escondidas. La última en recibir el sacramento de la reconciliación, María del Carmen García de Castro Carreño, escribió estas palabras textuales de su confesor: “Mira, hija, yo no temo ser mártir. Lo que temo es que me hagan sufrir mucho, porque en esos momentos tan terribles no sé lo que puede pasar…” El P. Pelayo adivinaba a qué extremos podía conducirle el sufrimiento físico agudo, pese a su fe y amor grandes a Cristo Jesús. Confiado en el Señor, en quien se apoyaba de continuo, siguió ejerciendo el ministerio hasta que fue maniatado y encarcelado en la Casa Rectoral.

Martirio despiadado

De no constar por testigos fidedignos de vista, nadie se creería la crueldad refinada con que fue llevado a la muerte el P. Granado. Los comunistas más encarnizados contra la fe católica mutilaron parte de los miembros del cuerpo del P. Pelayo, destrozaron a jirones sus piernas, llenándole de injurias y burlas, sin que él abriera la boca; como un cordero llevado al matadero callaba y ofrecía su vida por la paz y la concordia.

Un vecino de Soto del Barco (fallecido en 1952), emparentado con uno de los dirigentes locales marxistas, llamó un día a la Casa Rectoral, pidiendo clemencia para el P. Pelayo y protestando del trato que le daban. Según iba llegando a la casa en la que estaba recluido el misionero, oía sus quejidos y las risotadas de los milicianos que le atormentaban cruelmente. Le golpeaban y pinchaban, al tiempo que le insultaban. Le privaron de su integridad viril y fueron cortando con cuchillo trozos de carne de su cuerpo, que luego cosían con agujas colchoneras. Ese vecino oyó allí mismo a los milicianos y milicianas que comentaban entre risas: “Mira qué carnes más blancas tiene”. ¡El colmo del sarcasmo y del sadismo incalificables!

Los tres últimos días de su prisión estuvo encerrado en un baño, sin comer, ni beber, ni disponer de espacio suficiente para sentarse. Pidió, por misericordia, a sus verdugos que, al menos, le dieran un poco de agua que refrescara su boca, favor que le fue negado.

El 27 de agosto de 1936 -era de noche- le sacaron de la prisión más muerto que vivo y lo condujeron a la orilla del río Nalón, a su paso por Soto del Barco. Allí mismo, con navaja, le surcaron de nuevo la espalda hasta que expiró, arrojando luego su cuerpo al río. Así remataron la vida del P. Pelayo Granado, hombre sin dolo ni malicia, amigo de Dios y de los hombres. Soportó el dolor, en medio de indescriptibles tormentos, sin renegar de su fe, porque la fuerza del Espíritu estaba con él. Murió amando a cuantos le hacían sufrir con cuchilladas a diestra y siniestra. “¡Señor, perdónales!”, exclamaba.

Así entregó su espíritu, cuando la luna, en medio de la noche, rielaba sobra las aguas del Nalón, el 27 de agosto de 1936. El P. Pelayo tenía 41 años y gozaba de plenitud de fuerzas para el trabajo. La noticia de su muerte llegó a oídos de su madre, Cipriana, ya anciana, poco antes de que ésta muriera el 5 de abril de 1938, angustiada por la clase de martirio tan doloroso y prolongado de su hijo misionero.

Fue beatificado el 13 de octubre de 2013

Tomado de la web provincial de los PP. Paúles de Madrid

 

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