Beatos Manuel Ruiz y compañeros, mártires de Damasco.

Beatos Manuel Ruiz y compañeros, mártires de Damasco

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Aunque ninguno de ellos es natural de Cuenca ni sufrieron el martirio en nuestra diócesis. Al menos, tres de ellos pasaron por el Convento de San Miguel de las Victorias de Priego.

Manuel Ruiz López nació en el seno de una sencilla familia rural, recibiendo los primeros rudimentos del latín en su pueblo natal e ingresando en los franciscanos, en el Convento de San Miguel de las Victorias de Priego (Cuenca) en 1825. Ordenado sacerdote en 1830, fue destinado con otros diecinueve compañeros a las misiones de Tierra Santa, desembarcando en Jaffa (Israel) el 3 de agosto de 1831 y trasladándose pronto a Damasco para estudiar el árabe. Nombrado párroco de la iglesia de la Conversión de San Pablo, enfermó al poco, por lo que sus superiores lo enviaron al Convento de Luca (Italia) para restablecerse. Como no lo consiguió, marchó a España, primero a su pueblo natal y luego a la ciudad de Burgos, donde en 1847 fue nombrado profesor de Hebreo y Griego en el Seminario Diocesano. Deseando volver a la actividad parroquial, fue nombrado párroco de Para (Burgos), un minúsculo pueblo al norte de la diócesis, donde estuvo por muy poco tiempo, porque en 1856 decidió su vuelta a Damasco.

La comunidad de Damasco se hallaba compuesta por los padres: Manuel Ruiz, superior de la comunidad, Carmelo Bolta (Real de Gandía, Valencia, 1803), párroco y profesor de árabe; Engelberto Kolland, (Ramsau, Austria, 1827) coadjutor parroquial, Nicanor Ascanio (Villarejo, Madrid, 1814), Juan Jacobo Fernández (Carballeda, Orense, 1808), hermano franciscano, y Francisco Pinazo Peñalver (Alpuente, Valencia, 1812), también hermano franciscano. En 1859 llegaron los nuevos moradores: Nicolás María Alberca  (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1830) y Pedro Nolasco Soler (Lorca, Murcia, 1827), religiosos jóvenes procedentes del Colegio de Misioneros de Priego (Cuenca); habían sido enviados para aprender las lenguas árabe y griega para su futura misión en Tierra Santa.

Después de la guerra de Crimea, la Asamblea francesa exigió ciertas reformas al imperio otomano, en particular por lo referente a la tolerancia de las minorías cristianas. En 1856, el sultán publicó un decreto por el que todos los súbditos del imperio, sin distinción de raza ni de religión, quedaban en pie de igualdad en materia de impuestos y con derecho a ocupar puestos públicos. Ello constituyó un ultraje a los sentimientos de los mahometanos que, durante doce siglos, habían considerado las comunidades de cristianos como guetos de razas inferiores excluidas de la ley, a las que el decreto del sultán ponía en pie de igualdad con los hijos del Profeta. Por otra parte, las noticias del motín de la India no hicieron más que aumentar el resentimiento de los mahometanos. El padre Manuel Ruiz ya había advertido a sus superiores de su situación, pero no por ello abandonaron el convento.

Los drusos hicieron una incursión en Damasco, y asaltaron el convento de los franciscanos en la noche del 9 de julio de 1860. Gracias al trabajo misionero de los hijos de san Francisco, esta zona se había convertido en el barrio cristiano más próspero y fue la causa de la codicia de los kurdos que les hicieron optar entre la muerte o la conversión al Islam. El guardián, Manuel Ruiz respondió «nosotros no tenemos más que un alma. Perdida, se ha perdido todo. Somos cristianos y queremos morir cristianos». En el convento se habían refugiado tres cristianos maronitas, que fueron martirizados junto con ocho franciscanos. Eran los tres hermanos Francisco, Mooti y Rafael Massabeki, con su familia. Mooti era maestro parroquial, después de exhortar a sus alumnos a morir antes que apostatar, los puso a salvo.

Entre los religiosos, el primero fue Manuel Ruiz, que murió en el altar de la iglesia después de sumir el Santísimo Sacramento, le siguió Carmelo Bolta, que fue asesinado a golpe de maza; Engelberto Kolland, huyó saltando por una azotea y fue descubierto y lo mataron a golpes de cimitarra, también murió así Nicanor Ascanio. Nicolás María Alberca murió en el convento de un disparo en la cabeza. Los hermanos legos Juan Jacobo Fernández y Francisco Pinazo les rompieron la espina dorsal con una maza y después los atravesaron con un arma punzante. Todos los religiosos fueron conminados a abandonar su fe y al negarse los mataron.

El último en afrontar el martirio fue el murciano Pedro Nolasco Soler. El padre Soler, al asegurarse de que los turcos drusos estaban reduciendo a sangre y fuego lo que encontraban en el convento, decidió refugiarse en la escuela. Entonces, tomando de la mano a un niño de doce años, llamado José Massabeki, hermano de Naame, e hijo de Mooti, maestro de la escuela parroquial franciscana, y a otro llamado Antonio Taclagi, dijo al primero:
—Ven conmigo, y si yo no entiendo bien lo que los turcos me dicen, tú me lo explicarás.

Mas, pensando el padre Soler que exponía a la muerte a aquellos niños, corrió a esconderlos en la escuela parroquial. Mientras ellos cruzan del convento a la escuela, a través del patio, fueron divisados por un turco, desde una azotea próxima al convento y los denunciaron. Y los turcos irrumpieron en la escuela.

Allí encontraron al padre Soler. Los drusos, agarrando del hábito por la espalda, y sin mediar palabra, arrastraron el cuerpo del religioso hasta el centro del aula. En este momento, sacando fuerza de la debilidad, gritó con fuerte voz: ¡Viva Jesucristo!

El jefe de la turba, Kaugiar, lo apremia con saña y sarcasmo:
—Pero, tú, que eres cristiano, puedes salvar la vida si renuncias a tu falsa religión y abrazas la de nuestro gran profeta Mahoma.

—No, «habibi», esto es, «amigo mío»; jamás cometeré tal impiedad. Soy cristiano y prefiero mil veces morir.

Los dos niños, desde la oscuridad donde estaban escondidos, contemplaron con sus propios ojos la crueldad con que se ejecutó el martirio: «superior al del padre Alberca», asegura uno de los testigos.

El padre Pedro Soler, para mostrar más claramente su inmutable determinación, se puso de rodillas e hizo la señal de la cruz, en actitud de ofrecer a Dios el holocausto de su vida. Luego, inclinando su cuello, lo ofreció al verdugo Kaugiar, jefe de los asesinos, el cual, según el niño José, le asestó una «gran cuchillada» con la cimitarra, cayendo al suelo boca abajo el cuerpo del Beato Soler. Los restantes correligionarios turcos se arrojaron sobre el cuerpo, consumando el holocausto a fuerza de crueles golpes en la cabeza y espalda. No satisfechos todavía, un joven componente del grupo asesino, apunta el otro niño, Antonio Taclagi, coronó el martirio del padre Soler, cortándole la cabeza y mostrándola, orgulloso, como un trofeo.

Sus cuerpos, restaurando el convento de San Francisco, fueron sepultados en el templo conventual en el que actualmente se veneran.

En 1872 comenzó su causa de beatificación, introducida en Roma en 1885. La pérdida de documentos producida por la Primera Guerra Mundial obligó a reiniciar los trabajos, creándose un nuevo tribunal en Damasco en 1922. Finalmente, el 10 de octubre de 1926 los ocho franciscanos y tres católicos maronitas seglares, víctimas de la misma persecución, fueron beatificados en la basílica vaticana por el papa Pío XI.

https://www.franciscanos.org/santoral/manuelruiz.html

https://dbe.rah.es/biografias/39615/beato-manuel-ruiz-lopez

Ejemplos de santidad en nuestra Diócesis de Cuenca