A lo largo de las últimas décadas se han obtenido innegables avances en distintos campos de la ciencia y de la técnica, y no solo en ellos, que han supuesto una auténtica contribución al bien común, “conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permite a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (Gaudium et spes, 26).
Es cierto que cuando se desciende a examinar en concreto los supuestos progresos sociales, a muchos les asalta la duda de si se trata de verdaderos, aparentes o falsos progresos, es decir, de si se trata de progreso o de involución. De todos modos, cuantos han contribuido a mejorar nuestro mundo –mayor respeto de todas las personas, mejor valoración del papel de la mujer en la sociedad y su progresiva acceso a todo tipo de profesiones, trabajos y tareas, una más viva conciencia de la necesidad de mayor solidaridad entre los pueblos, creciente deseo de paz entre las naciones, anhelos de justicia y de mayor igualdad entre individuos y pueblos, cuidado del medio ambiente, acceso más generalizado a la cultura…, merecen reconocimiento y gratitud.
Pero junto a las valiosas e innegables contribuciones al bien común, hemos asistido también a la difusión de ideas, actitudes existenciales, modelos de comportamiento, nuevas leyes, etc., que contrastan, con frecuencia de manera radical, con aquello que, a lo largo de siglos, ha conformado nuestro patrimonio cultural y moral. Este ha sido objeto de una crítica bien diseñada, constante, “agresiva” en muchos casos, intolerante; se pretende crear una nueva realidad –aunque no tan “nueva” si examinamos despacio las cosas- sirviéndose de un lenguaje aparentemente inocuo y moralmente incoloro, expresión en realidad de una nueva fe y de una nueva moral.
En este nuevo marco han quedado arrinconados, como algo obsoleto, no solo numerosos contenidos de la fe y de las grandes tradiciones morales, sino también numerosas verdades, consideradas verdaderas conquistas de la razón. Algunos cristianos “se arrugan”, ceden ante la presión ambiental y ocultan avergonzados su fe y sus convicciones morales, sin atreverse a proclamarlos como Buena Noticia. Olvidan así la enorme aportación de la Iglesia al progreso de las ciencias y de las artes; su servicio abnegado y su entrega a lo largo de los siglos a los más necesitados; su contribución al progreso material de pueblos enteros; sus aportaciones a la valoración como personas de todos los seres humanos. Para comprobarlo basta echar una mirada a la Memoria Anual de Actividades de la Iglesia. Aun conscientes de nuestras debilidades y pecados, no podemos menos que sentirnos, con razón, orgullosos, satisfechos de tanto bien como la Iglesia sigue haciendo en nuestros días en todo el mundo. ¡Ayuda a la Iglesia Diocesana a continuar en esta labor de servicio!