Carta del Sr. Obispo: «En la cruz, el amor vence a la muerte y a lo que la muerte encamina o es anticipo de la misma».

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Queridos diocesanos:

La fe en Dios es objeto de insidias por parte de sus enemigos declarados. El demonio, en primer lugar, que, desde el principio, hace nacer en el corazón del hombre la sospecha de que Dios es su enemigo, su antagonista; creer en Él, comportaría necesariamente la degradación y humillación del hombre, empequeñecido por el temor,  el miedo a la muerte y al juicio de quien puede condenarlo para siempre. También el mundo acecha a la fe con sus falsas promesas de felicidad. Los hombres se dejan atrapar por la mentira de las apariencias capaces de cegar la razón, deslumbrándola con sus engañosos oropeles, su aparente bisutería, su quincalla barata. Lo mismo hace el último de los grandes enemigos de la fe, la carne, es decir, la destemplanza que, de primeras, parece satisfacer y hacernos felices, para revelarse, después, letal en sus efectos.

Pero existen otros enemigos de la fe que, siendo más sutiles, son igualmente devastadores. Uno de ellos es la existencia del mal en sus variadas formas, físicas, psíquicas y espirituales. Su existencia lleva a preguntarse  por su compatibilidad con la existencia de Dios, de un Dios que es bueno con todas sus criaturas: si Dios ama todo lo que ha salido de sus manos, de manera particular al hombre, culmen de la creación, ¿cómo permite el mal que lo aflige? ¿No se excluyen mutuamente Dios y mal?

Para vislumbrar una solución, es necesario partir de la presencia del pecado en el mundo, “el misterio de la iniquidad que ya está en acción” (2 Te2, 7), el misterio de la desobediencia, del orgullo del hombre que se alza contra su Dios y Creador. El Apóstol nos enseña: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres” (Ro 5, 12). Nada en el universo se opone a la voluntad de aquel que es creador del cielo y la tierra. Sólo el hombre, en virtud de su libertad, puede, pecando, ofrecerle resistencia y oponerse a sus designios. Pues bien, el misterio del mal, del pecado, del que solo el hombre es responsable, se opone frontalmente al misterio del amor de Dios. La pérdida del sentido del pecado lleva consigo inevitablemente la pérdida del sentido de Dios. Quien no entrevé algo de la infinita malicia del pecado, está también incapacitado para atisbar algo del infinito misterio del amor de Dios, revelado de forma única en el Crucificado.

La Cruz es para muchos un misterio impenetrable. En ella el amor vence a la muerte y a todo lo que a la muerte encamina o es anticipo de la misma. El mismo día y en el mismo momento  en que los cristianos adoramos la Cruz, “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Co 1, 23), pero para nosotros la revelación más alta del amor de Dios ˗del Dios mismo que es amor˗, resuenan los “improperios”, los reproches dirigidos al pueblo que ha renegado de su Dios: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he ofendido? Respóndeme”.Frente al hombre que, afligido por el mal, pregunta a Dios el porqué, se escuchan las preguntas que Dios, a su vez, hace al hombre. Cristo en la Cruz es la respuesta muda a ambas preguntas: Dios muestra su amor en Cristo muerto en el madero que vence todo mal, y el hombre descubre en el pecado, del que nos libera Cristo en la Cruz, la raíz última de su pecado y de los males que le afligen.

Cuando preguntan a Jesús si son pocos o muchos los que se salvan, él no responde directamente. Se limita a decir que hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha (cf. Lc 13, 23). La pregunta por el mal no tiene, en definitiva, otra respuesta sino la de mostrar al Crucificado en quien se descubre, a la vez, la malicia infinita del pecado, causa de nuestros males, y el amor infinito de Dios que triunfa sobre él. ¿El mal?¿La muerte, su fruto más amargo? ¡Ya han sido vencidos! Por eso los cristianos no podemos menos que decir con san Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga, 6, 14). ¡Por ella hemos vencido ya al mal!

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