Carta del Sr. Obispo: «Es, en efecto, incompatible ser cristiano y no saberse y sentirse enviado».

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Queridos diocesanos:

Con la solemnidad de Pentecostés se concluye el tiempo Pascual, en que la Iglesia contempla y celebra el misterio central de la fe cristiana, la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte. Victoria definitiva, sellada por Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Mediante el sacramento del Bautismo quedamos asociados a la Muerte y Resurrección de Jesús, morimos al pecado y adquirimos una nueva Vida, cuya plenitud alcanzaremos solo en la gloria, en la Jerusalén celeste, objeto último de nuestra esperanza.

Con la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, cumplidos cincuenta días después de la Resurrección, inicia el tiempo de la Iglesia, asistida y animada por la presencia y la fuerza del Paráclito o Consolador. Jesucristo fue enviado por el Padre con una precisa misión que debía de cumplir durante los días de su vida terrena. Al subir a los cielos, donde está sentado a la derecha del Padre, confió su misión a la Iglesia, y en ella a cada uno de los cristianos, que formamos su Cuerpo místico. Hechos una sola cosa con Él, hemos recibido también la tarea que el Padre le confiara. En el monte de la Ascensión Jesús dice a los suyos: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”.

La Iglesia celebra a lo largo del Año Litúrgico Jornadas con las que desea llamar la atención y ofrecer a la consideración de los fieles verdades o realidades que considera particularmente importantes para sus vidas. Es ya tradicional que el día de Pentecostés celebre el Día de la Acción Católica y del Apostolado seglar.

Cada vez va calando con mayor hondura en el corazón del Pueblo santo de Dios que la misión de la Iglesia no es, en modo alguno, una tarea reservada a la jerarquía de la Iglesia, Obispos, sacerdotes y diáconos, y a los religiosos y religiosas. Los Pastores son conscientes de que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos  toda la misión de la Iglesia (cf. Conc. Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 30). “Su función consiste más bien en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas, de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común” (ibídem). Toda la Iglesia, cada cristiano a su modo, es responsable de la tarea de evangelización y de la ordenación según Dios de las cosas de este mundo, de imbuir todas las realidades e instituciones humanas del espíritu de Cristo. Es, en efecto, incompatible ser cristiano y no saberse y sentirse enviado. Cada uno, sin esconderse, sin escudarse en disculpas cómodas, sin ceder a desalientos fáciles, cada uno debe hacer resonar en su alma las palabras de Cristo como dichas a él: Id, por todo el mundo. Id. Se entiende que el Papa Francisco insista en recordarnos que la Iglesia no puede quedarse encerrada, sino que debe salir para anunciar, para testimoniar, para llevar a los hombres la alegría del Evangelio y cumplir la misma misión de Cristo: ofrecer a todos la luz del Evangelio y sanar las mil enfermedades que les afligen, de modo especial las que sufren en su espíritu. Y son los laicos quienes están más cercanos, en inmediato contacto con sus iguales. Su labor misionera, evangelizadora de personas y ambientes, del entero orden social, es indispensable. Cuentan a su servicio con el instrumento de la Acción Católica, que les procura una sólida formación y encauza su celo apostólico.

A todos quiero recordar las palabras vibrantes de Francisco en su Mensaje  a los participantes en el Congreso de Laicos celebrado en Madrid el pasado mes de febrero: “Es la hora de ustedes, de hombres y mujeres comprometidos en el mundo de la cultura, de la política, de la industria…, que con su modo de vivir sean capaces  de llevar la novedad y la alegría del Evangelio allí donde estén. Los animo a que vivan su propia vocación, inmersos en el mundo”. Recordemos a menudo estas palabras.

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