Carta del Sr. Obispo: «la capacidad de aceptar y superar el sufrimiento es condición fundamental para una vida verdaderamente humana»

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Queridos diocesanos:

Estamos a punto de entrar en la tercera semana desde el momento en que el Gobierno decretó el estado de alarma en toda España, sin que sepamos a ciencia cierta cuándo podremos volver a gozar de, al menos, una cierta normalidad en nuestras vidas. La paciencia, la capacidad de resistir a la adversidad, de sufrir el dolor, de soportar la adversidad, es virtud de almas fuertes, de gente de temple, animosa e inasequible al desaliento. El Apóstol habló repetidas veces de esta virtud en sus Cartas; a los de Corinto les exhorta: “Vigilad, manteneros firmes en la fe, sed valientes y generosos” (1Co 16, 13); a su discípulo Timoteo le recomienda que busque: “la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Tim 6, 11); y san Pedro, con palabras que se acomodan bien a nuestra situación, anima a los discípulos: “Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que vuestra comunidad fraternal en el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos”. (1 P 5, 9).

El sufrimiento humano encierra siempre un misterio; más si cabe, cuando sabemos del amor infinito de Dios por nosotros y de su omnipotencia. Como lo esconde también la Cruz de Cristo, coronada por el rótulo que lo anuncia, en varias lenguas, como Rey de los judíos. Sabemos que la Cruz es el triunfo del amor de Dios, victoria formidable en la forma misteriosa de la derrota; sabemos que nos reconcilia con Dios y que devuelve su dignidad al hombre que sabe mirarla y ver en ella lo que ojos más sabios que los suyos no aciertan a descubrir. Esta es la verdad de nuestra fe y no las teorías que intentan explicar el misterio. Como alguien ha dicho: si nos ayudan a comprender mejor la fe, bien; de lo contrario, las podemos abandonar tranquilamente.

Ante el dolor y el sufrimiento, físico o espiritual que sea, cabe a todos si no la posibilidad de hacerlo desaparecer, sí, al menos, la de mitigarlo con nuestro afecto; si es posible, con nuestra presencia. Tenemos sobrada experiencia de cómo puede aliviarlo un gesto, una caricia, un apretón de manos, el silencio de quien, simplemente, está a nuestro lado, y comparte y padece con nosotros, y nos dice sin palabas que somos importante para él o para ella, que su vida nos es preciosa, que queremos compartirla también cuando se acaba y Dios la llama junto a sí. El sufrimiento así “con-vivido” es como un peso que aplasta y que, de pronto, se hace más ligero, más llevadero. ¿Quién no ha tenido la experiencia de la presencia callada, atenta, amorosa, de una madre, junto al lecho donde se encuentra enfermo? Su sola presencia consuela y conforta; es medicina que ahuyenta el dolor. ¡Y qué duro, en cambio, sufrir a solas! Se entiende bien las palabras de quienes dicen que, junto a la medicina que alivia el dolor, lo que más desean los enfermos terminales es la presencia y el cariño de las personas amadas.

Quizás en este tiempo de prueba debemos aprender de nuevo una lección decisiva para la vida: que la capacidad de aceptar y superar el sufrimiento es condición fundamental para una vida verdaderamente humana. Quizás estos sean días útiles para recordar algo esencial para el recto vivir: el ejercicio en el difícil arte de la renuncia a lo superfluo y accesorio, para centrarnos en lo esencial. Tal vez descubramos que es esa renuncia la que de verdad conduce a “superarnos” a nosotros mismos, a la libertad de tantas sutiles pero reales dependencias que lastran nuestra libertad interior. Quizás entonces, sin que nadie nos lo explique con palabras, llegaremos a entender ˗porque lo vivimos˗, el misterio de la Cruz del Señor. Hay realidades, en efecto, que solo cuando se viven se comienzan lentamente a entender.

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