Queridos diocesanos:
A lo largo de varias de las últimas semanas nos hemos ocupado en exponer el rico contenido de la Nota Para la libertad nos ha liberado Cristo (Gal 5, 1). Nota doctrinal sobre la objeción de conciencia, publicada por la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española el pasado 25 de marzo. Un documento de reducida extensión, pero que aborda, de manera sucinta, cuestiones de gran relieve.
La Nota recuerda el derecho fundamental de toda persona a la objeción de conciencia, algo en lo que se debe insistir cuando vemos cómo se aprueban leyes y se tramitan otras que en su aplicación pueden lesionar gravemente ese derecho fundamental. Es por ello oportuno volver a decir claramente que “es preciso obedecer a Dios antes que los hombres” y que, por tanto, hemos de seguir el dictado de la conciencia -en la que resuena la voz de Dios-, y negarnos a cumplir leyes que imponen actos contrarios a lo que dicta la ley natural y minan los fundamentos de la dignidad humana. De dignidad de la persona y de libertad trata la Nota que comentamos. En ella se ofrece una correcta visión de la persona y de la verdadera naturaleza de la conciencia, y se precisa la función del Estado en la sociedad; nos advierte de que su poder no es absoluto, y de que ha de moverse dentro de los límites del respeto de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. Entre tales derechos, insiste, se encuentran los de la libertad religiosa y de conciencia, que son de naturaleza pre-política. Si no se protegen y respetan tales derechos, tampoco los demás estarán a salvo de ser lesionados antes o después.
El capítulo final de la Nota doctrinal sobre la objeción de conciencia saca a la luz algo de lo que todos tenemos experiencia: que, si bien hemos sido creados libres, nuestra libertad no es perfecta; es una libertad herida por el pecado. No somos plenamente señores de nosotros mismos, como afirma el gran poeta latino Ovidio en su célebre máxima de la Metamorfosis: “veo y apruebo lo que es mejor, pero sigo lo que es peor”, máxima que recoge san Pablo, a su modo, cuando dice: “No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom 7, 15). Es la fragilidad e imperfección de la libertad humana, herida por el pecado. Los hombres, en efecto, se dejan conducir con frecuencia por sus pasiones que lo someten a esclavitud. “La idea de una libertad autosuficiente o de un hombre que por sus propias fuerzas es capaz de hacer siempre el bien y busca la justicia, no responde ni a la propia experiencia ni a la historia de la humanidad” (Nota, 31). Nuestra libertad, pues, debe ser liberada de su sometimiento al pecado, liberación que debemos a Jesucristo: “Si el Hijo de Dios os hace libres, seréis realmente libres” (Jn 8, 36). Cristo es, en efecto, el que nos hace “entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21).
La libertad del cristiano, sanada por Cristo, se robustece y gana en calidad cuando se ejercita en el bien y cumple por amor la voluntad de Dios (cfr. Nota, 33), pues la libertad nos fue dada para que pudiéramos buscar a Dios y adherirnos a Él sin coacciones. En cambio, la desobediencia a Dios, el pecado, nos rompe interiormente, nos divide. Encontramos resistencias dentro de nosotros que nos llevan a hacer no el bien que queremos, sino el mal que aborrecemos (ibídem, 31).
La libertad exige esfuerzo, pues se encuentra amenazada en su ejercicio dentro y fuera de nosotros mismos. “Es precisamente en la obediencia a Dios, dice la Nota con palabras de san Juan Pablo II, en donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres” (ibídem, 34).