Carta del Sr. Obispo: «Los cristianos debemos empeñarnos en construir la ciudad de los hombres según el querer de Dios»

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Queridos diocesanos:

Una  buena parte de la enseñanza de Jesús a sus discípulos y a la muchedumbre que le seguía se centró en el anuncio del Reino de Dios: su naturaleza, sus características y peculiaridades, su inicio y consumación, sus destinatarios, las diferentes respuestas de los hombres a su anuncio… El Evangelio del domingo pasado, con las parábolas del trigo y de la cizaña, de la levadura y del grano de mostaza nos ilustró acerca de algunas de las características del Reino de Dios: en concreto, las dos últimas nos hablan de que el Reino de Dios tiene entraña universal; está llamado a extenderse por toda la tierra y en él tienen cabida todos los hombres.

Pero esa dimensión universal del Reino no implica solo el hecho de que esté destinado a acoger a todos los hombres en sus ramas y al abrigo de sus hoja, sino que, en virtud de su íntimo dinamismo, está llamado a fructificar en todas las dimensiones del hombre: personal, familiar, social, laboral. Todo el hombre debe quedar penetrado, empapado en la novedad que representa el Reino de Dios. Toda la persona debe quedar iluminada e impregnada por la realidad del Reino: inteligencia, voluntad, actividad. La semilla de la Palabra de Dios que el sembrador siembra en el campo debe dar el fruto de una vida santa. Muertos en Cristo por el Bautismo, sepultados en su muerte, resucitamos a una vida nueva. Como la semilla de trigo que muere en el surco, “recobra” vida en el nuevo tallo que se hace espiga y produce abundantes granos. La vida nueva del cristiano, vida de Cristo en nosotros, que se origina en el Bautismo está llamada a crecer reproduciendo la vida de Cristo.

Ese efecto de plenitud de vida sobrenatural, de vida divina en el hombre, desborda la vida personal para hacer del cristiano colaborador de Cristo en la obra de la redención. El cristiano está llamado, de una parte, a ser mensajero del Reino de Dios para otros hombres, pues “¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar?; y ¿cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncié?” (Rom 10, 14). El anuncio del Reino, de la Buena Nueva, es la primera tarea del cristiano, pero esta no concluye hasta que el Reino no se instaura entre los hombres, en la vida social, en las instituciones y costumbres. Son dos aspectos de una y la misma tarea encomendada a cada cristiano. La semilla de la Palabra posee la fuerza necesaria para transformar a las personas y a la misma sociedad, gracias a la acción de los cristianos. Así colaboran estos  a la obra de la Redención.

El Concilio Vaticano II lo dice claramente: a los cristianos que viven en el mundo, que desempeñan en él todo tipo de trabajos y actividades, y cuya existencia se desarrolla en las circunstancias más comunes de la vida familiar y social, Dios los llama “para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento(…) A ellos corresponde de manera singular iluminar y ordenar las realidades temporales (…) de tal modo que se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (Const. Dogm. Lumen gentium, 31). Han recibido la llamada de Dios para trasformar el mundo vivificándolo con el espíritu de Cristo.

No es que la Iglesia quiera transformarse en Estado o que  pretenda influir en él como “un poder fáctico”, junto a otros, como a veces, con falsedad, se dice. Eso significaría sencillamente pervertir su propio ser, adulterar su propia naturaleza… y la del Estado. La Iglesia respeta a este y desea dar al César lo que es del César (cf. Mc 12, 17); pero está llamada a poner al “servicio” de los hombres y de los Estados la verdad de la que es depositaria, procurando que brille primero en ella misma, para que pueda ser percibida por los ciudadanos. Y los cristianos debemos empeñarnos en construir la ciudad de los hombres según el querer de Dios, en el respeto más cuidadoso de la libertad de todos y asumiendo la responsabilidad del ejercicio personal de la misma.

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