Carta semanal de Monseñor José María Yanguas. Reconciliación y reencuentro.

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Queridos diocesanos:

La semana pasada nos ocupamos de algunas de las ideas centrales del capítulo VII de la encíclica Fratelli tutti, donde el Papa concreta algunos caminos para la superación de divisiones y enfrentamientos, y favorecer así procesos de paz y de reencuentro. Tales procesos se sustentan en dos actitudes como sus pilares fundamentales: el compromiso sincero por la verdad y el respeto debido a la dignidad de toda persona humana.

Tratamos en su momento del perdón, otra de las actitudes básicas e imprescindibles en la tarea por alcanzar la reconciliación y la solidaridad entre personas, familias y naciones.  El perdón ofrece, en efecto, un dique firme contra la tentación de la venganza, el uso de la violencia y la intolerancia que querría borrar a un tiempo ofensa y ofensor. Perdón que no conlleva de ningún modo el negar, relativizar, o disimular la ofensa: esta va siempre condenada. Perdón es un regalo que puede ser ofrecido “aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón” (n. 250).

En este contexto de búsqueda de caminos de reconciliación y reencuentro, el Santo Padre aborda en este mismo capítulo VII dos temas “fuertes”, difíciles: la guerra y la pena de muerte (nn. 255-270). Algunos las ven, dice el Papa, como solución en algunas situaciones especialmente dramáticas; en realidad, “son falsa respuestas que no resuelven los problemas que pretenden superar y que, en definitiva, no hacen más que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional y universal” (n. 255).

La experiencia brutal y deshumanizante de la guerra, sus consecuencias devastadoras, el acervo de dolores y sufrimientos de todo tipo que la acompañan, las pérdidas irreparables que provoca, han ido afirmando en muchos el convencimiento y el deseo expresado por el Papa Pablo VI el 4 de octubre de 1965 en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: “Nunca más la guerra, nunca más”. Es el grito que ahora repite también con fuerza el Papa Francisco. Es cierto que ha sido doctrina tradicional en la Iglesia la posibilidad, bajo condiciones muy rigurosas y precisas, de una legítima defensa mediante la guerra (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2309); pero, como recuerda Francisco, el poder destructivo y frecuentemente fuera de control de las armas modernas, que afecta gravísimamente a civiles inocentes; el hecho de que los riesgos que entraña “probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuye”, hace que sea hoy “muy difícil sostener los criterios racionales madurados  en otros siglos para hablar de una posible ˂guerra justa˃” (n. 258). “Toda guerra, afirma el Pontífice, deja al mundo peor que como lo había encontrado” (n. 261).

Algo similar ocurre con la pena de muerte. Las nuevas circunstancias y situaciones han hecho que la conciencia moral fuera madurando el rechazo de la pena de muerte. Como recuerda el Papa, dicha conciencia tomó ya forma en las palabras de San Juan Pablo II, quien afirmó que, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, progresaba la tendencia a “pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición” (Enc. Evangelium vitae, n. 56), tanto por razón de la misma naturaleza de la justicia penal, como por la existencia de otros medios con los que proteger el orden público y la seguridad de las personas. Avanzando en eta dirección, consciente de que la dignidad humana no se pierde ni aun tras la comisión de crímenes muy graves, Francisco no duda en afirmar con claridad que “la pena de muerte es inadmisible” (n. 263) y ha aprobado la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica en ese sentido, comprometiéndose en la abolición de la pena de muerte en todo el mundo.

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