Carta semanal de Monseñor José María Yanguas: «Necesidad de ánimos dialogantes»

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Queridos diocesanos:
El Papa Francisco dedica el capítulo sexto de su encíclica Fratelli tutti a tratar del dialogo y de la amistad social (nn. 198-224). Lo que denominamos diálogo es una realidad con un rico contenido; se trata ante todo de una actitud hondamente arraigada en la persona, que abraza aspectos variados que el Papa resume de este modo: “acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto” (n. 198). Dialogar es todo ello a la vez. Lo dice el Papa un poco más adelante al definir el “espíritu que mueve el diálogo” o el “ánimo dialogante” como “la capacidad de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad” (n. 199).
El ánimo dialogante requiere, en efecto, capacidad de acogida, apertura de espíritu, tanto para dar a los demás como para recibir de ellos; supone la conciencia de la necesidad que tenemos unos de otros, la convicción de que es menester ser complementados, ayudados, perfeccionados desde fuera. Frecuentemente, los debates que deberían ser espacios de diálogo, son un ejemplo de todo lo contrario. En vez de abrirnos al intercambio sincero, mostrar respeto por el parecer del otro y apreciar su esfuerzo en la búsqueda de la verdad de las cosas, con frecuencia el falso diálogo acaba en exposiciones cerradas del propio pensamiento, incapaces de recibir aportaciones que completan y perfeccionan el discurso personal, impermeables a cualquier resquicio de verdad que pueda venir de los demás; no raramente, la postura diversa, aun no siendo del todo opuesta a la de uno, es objeto de descalificación sin matices ni distingos. El diálogo no resulta entonces vía o camino por el que alcanzar entendimientos y visiones superadoras; no es serena y amigable actividad a la búsqueda de bienes generales que crean comunión y concordia. Los participantes en este falso diálogo no se muestran preocupados por el bien común, sino, más bien, por la adquisición de los beneficios que otorga el poder o por la vana satisfacción de imponer su forma de pensar” (n. 202).
El diálogo auténtico exige, por el contrario, confianza en el otro, la convicción de pue puede aportarme no poco, y enriquecer mi pensamiento, mi visión de las cosas; ensanchar mi horizonte, provocar el impulso a la revisión de posiciones que pensaba definitivas, a la profundización en mi propio pensamiento, a corregirlo en algunos puntos, a enriquecerlo en última instancia.
El relativismo absoluto hace imposible el diálogo, y aun en la hipótesis de que resultara posible, lo haría inútil, incapaz de alcanzar el consenso que persigue. En realidad, no habría punto de llegada para lo dialogantes, ¡y ni siquiera un común punto de partida! No podemos de ningún modo aceptar que la verdad quede reducida a la opinión pública dominante, a mayorías prevalentes que terminan siendo totalitarias e intolerantes. La historia, todavía no muy lejana, nos enseña los abismos de inhumanidad y de injusticia a los que puede conducir esa postura. La renuncia a verdades objetivas y a principios sólidos; dejarlos a la interpretación de los poderosos del momento; ceder a esa suerte de falsa tolerancia que hace tabla rasa de la verdad y del error; renunciar al esfuerzo que exige alcanzar verdades universalmente válidas, entraña graves consecuencias para la vida en común. Es conveniente valorar serenamente las palabras del Papa que nos enseña que: “Una sociedad es noble y respetable por su cultivo de la búsqueda de la verdad y por su apego a las verdades más fundamentales” (n. 207); “la inteligencia humana puede ir más allá de las conveniencias del momento y captar algunas verdades que no cambian, que eran verdad antes de nosotros y lo serán siempre” (ibídem). Si la sociedad no se apoya sobre ellas, pronto sentirá que es la fuerza, el poder y, en definitiva, la violencia, quien impone su ley; el recurso a los derechos fundamentales se interpretará como fruto de una visión del hombre caducada y el concepto de dignidad humana aparecerá a muchos cual una espléndida antigualla. El escepticismo “pilatesco” ante la verdad puede resultar cómodo, pero al fin, se revela una vía perversa para la humanidad.

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