Queridos diocesanos:
La Iglesia celebra la memoria de las grandes acciones de Dios, “sus maravillas”, cumplidas a lo largo del tiempo en favor de la humanidad entera, y lo hace en días señalados a lo largo del año. En la celebración de lo que llamamos los “misterios” divinos, principalmente los que se refieren a la vida de Jesucristo, se continúa la obra de su inmensa misericordia, permitiéndonos entrar en contacto y en comunión con ellos y ser llenos de la gracia de la salvación (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 102.
La celebración de las más grandes fiestas cristianas va siempre precedida de un tiempo de preparación, que tiene como finalidad ahondar en el significado salvífico de los acontecimientos que se conmemoran y disponernos para vivirlos con el mayor fruto, de manera que lo que se celebra “sea creído por la mente, y lo que cree la mente, se manifieste en el comportamiento público y privado” (Ceremonial de los Obispos, n. 232). Así, las dos grandes fiestas del año litúrgico, Pascua de Resurrección y Navidad, son precedidas por varias semanas de preparación, la Cuaresma y el Adviento.
El Adviento nos dispone, en efecto para la celebración de la Navidad. Es tiempo de espera, de espera confiada en el cumplimiento de la promesa del Señor. De ahí que la Iglesia excite continuamente nuestro deseo de Dios, el anhelo de su venida. ¡El Señor está cerca!, nos recuerda una y otra vez; y nos alienta a pedir con tenaz insistencia: ¡Ven, Señor Jesús! No se trata de arrancar algo a Dios, de violentar en cierto modo su voluntad con nuestras plegarias. No, Dios sale a nuestro encuentro; quiere habitar entre nosotros y en nosotros. Con su Encarnación y posterior Nacimiento se cumple esa voluntad. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, exclama admirado San Juan en el prólogo de su Evangelio. Dios ha tomado la iniciativa, como siempre; su amor nos precede.
El Señor desea, al mismo tiempo, avivar en nosotros el deseo de su venida, y que esta no nos “pille” desprevenidos. De ahí la insistente llamada de la Iglesia a la vigilancia, a estar preparados para la venida del Señor: “¡Estad alerta!”. Lo estamos cuando nos “convertimos” de nuevo al Señor; cuando renovamos nuestro sí a su voluntad y la aceptamos sin reticencias; cuando tratamos de descubrir en nuestras vidas lo que se opone a su amor y al amor a los demás, con el deseo de eliminarlo. Esto requiere una labor de sereno y decidido examen de conciencia, para descubrir nuestras verdaderas intenciones en lo que hacemos, lo que nos mueve a actuar o a no hacerlo, con el fin de ponerlo delante de Dios en el sacramento de la Penitencia y solicitar su perdón.
Las dos figuras evangélicas que la Iglesia pone ante nuestros ojos y que “llenan” este tiempo de Adviento son las de Juan Bautista, con su llamada a la autenticidad en nuestra vida cristiana; con su rechazo, como nuevo Elías, de cualquier otro Señor que no sea el Dios vivo; con su exhortación al cumplimiento de los propios deberes por amor a Dios y al prójimo, como primera y principal obra de penitencia. La otra figura es, bien lo sabemos, la de la humilde sierva del Señor, la Virgen Maria, a quien en los días pasados hemos honrado en el misterio de su Inmaculada Concepción. María, nueva Eva, siempre a la escucha de la Palabra divina y fiel cumplidora de la misma, nos enseña el camino del Adviento que nos prepara a recibir la palabra de salvación que anuncia: ¡Un Niño nos ha nacido, se nos ha dado el mismo Hijo de Dios!
¡Aviva, Señor, tu poder, y ven a salvarnos!, pedimos confiados en este tiempo de Adviento, conscientes de que todo nuestro empeño y la suma de nuestros esfuerzos no bastan para salvarnos; de que solo Él es el Salvador, y de que todos los grandes bienes del hombre y de la humanidad entera son, al fin y a la postre, dádiva suya.