Carta semanal del Sr. Obispo: Aprendamos, pues, a celebrar mejor los misterios de la fe y a dejarnos formar por ellos

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Queridos diocesanos:

Después de lo tratado las semanas pasadas siguiendo el pensamiento del Papa en su carta apostólica Desiderio desideravi, no puede sorprendernos su apremiante invitación dirigida a todos los cristianos: “Necesitamos, dice, una formación litúrgica seria y vital” (n. 31). La necesitamos porque es una dimensión fundamental de la vida de la Iglesia y para la vida de la Iglesia. La Liturgia es, en efecto el acto de culto por excelencia que Cristo-Iglesia ofrece para la gloria de Dios Uno y Trino y para la salvación de los hombres. Esa es la gran finalidad de la Iglesia, la misma de Cristo al venir a este mundo. Pero es que, además, la Liturgia es fundamental para la Iglesia y para toda la humanidad, ya que la gracia divina la “administra” la Iglesia, Cuerpo vivo del Cristo vivo, para que los hombres podamos vivir Vida divina. Para la Iglesia y para cada fiel y comunidad cristiana es imprescindible “vivir plenamente” la Liturgia (n. 27).

Ya sugerimos con claridad en alguna de las Cartas semanales precedentes que “vivir plenamente” la Liturgia o, dicho de otro modo, que toda celebración de los misterios cristianos, debía ser “seria y vital”. Una celebración “seria” no significa, en absoluto, que deba ser triste, sino una celebración en la que sacerdote  y el pueblo cristiano sean conscientes de su imponente grandeza y de su misteriosa hondura. No es la tristeza el sentimiento que debe envolver nuestras celebraciones litúrgicas, sino, muy al contrario, debe inundarlas la serena y contagiosa alegría que nace de la salvación que en ella nos “toca” y nos transforma. Una celebración seria y “vital”, porque no se trata solo, ni mucho menos, de lograr una celebración de calidad formal, ritualmente perfecta, en la que todo se hace observando exquisitamente las normas. Esto es importante para la seriedad de la celebración; pero esta no será una celebración “vital” si celebrante y pueblo cristiano –porque el sujeto celebrante no es solo el sacerdote (cfr. n. 36)- no perciben de algún modo que lo que se celebra tiene que ver con la propia vida cristiana, con nuestro ser plenamente introducidos e involucrados en el misterio de Cristo, trasformados e identificados más y más con él, comprometidos en su obra de salvación.

De ahí que el Papa haga propias las palabras de un gran liturgista que afirmaba con convicción que, sin una adecuada formación litúrgica, “las reformas en el rito y en el texto no sirven de mucho” (n. 34). Las reformas exteriores deben ir acompañadas y ser como vivificadas por una mayor comprensión y vivencia de los sagrados misterios que celebramos, del “sentido teológico” de la Liturgia, “cuestión, dice el Papa,  decisiva y fundante de todo conocimiento y de toda práctica litúrgica” (n. 35).

Para alcanzar esta meta, el Santo Padre nos propone dos caminos convergentes: formarnos para la Liturgia y dejarnos formar por ella (cfr. n. 34). Se trata, en primer lugar, de formarnos de servirnos de los cauces existentes para estudiar la Liturgia y conocer mejor los textos, los ritos y su valor antropológico (cfr. n. 35); pero se trata, sobre todo, de dejarnos formar por la Liturgia misma. Esta, en efecto, nos introduce en un ambiente sagrado, donde el deseo de purificación y de perdón surgen espontáneos; nos inclina sin violencia alguna a la adoración; hace que fluya con naturalidad la oración de gratitud; nos hace más conscientes de nuestra pequeñez ante la grandeza del misterio que celebramos; facilita experimentar la fraternidad en la participación  en la común celebración; nos hace sentimos parte de la creación que alaba a su Señor; intensifica el espíritu de comunión en los que participan del mismo Pan y beben el mismo Vino… Sí, se trata de dejarnos formar por La Liturgia: ella nos evangeliza cuando nos invita a arrodillarnos proclamando así la presencia de Cristo sobre el altar, o cuando nos ponemos de pie para escuchar el Evangelio manifestando de ese modo la importancia de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, o nos santiguamos confesando el misterio del Dios Uno y Trino, o nos damos mutuamente la paz, reconociéndonos como verdaderos hermanos.

Aprendamos, pues, a celebrar mejor los misterios de la fe y a dejarnos formar por ellos.

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