Carta semanal del Sr. Obispo. Caminando juntos I

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Queridos diocesanos:

Como nos recordaba la liturgia de la Iglesia en los textos de la Misa de la pasada solemnidad del Corpus Christi, la antigua Alianza del Sinaí ha dado paso a una nueva, sellada con la sangre de Cristo en el monte Calvario. La ley grabada en piedra, dada por Dios a Moisés, ha sido sustituida por la ley del Espíritu Santo difundido en nuestros corazones. Con la nueva Alianza ha surgido un nuevo Pueblo, el Pueblo de Dios que llamamos Iglesia. Como dice el Concilio Vaticano II, este Pueblo tiene como cabeza a Cristo; quienes forman parta de él gozan de la dignidad y libertad de los hijos de Dios; tienen como ley el mandato de amar como Cristo nos amó y su fin es dilatar el Reino de Dios hasta su consumación, cuando Cristo, “vida nuestra”, aparezca de nuevo al final de los tiempos (cfr. LG, 9). Todos tienen, pues, la misma radical dignidad y gozan de la misma libertad; son gobernados por la misma ley y tienen idéntica misión.

Son, pues, varios los elementos que subrayan la igualdad que reina entre los ciudadanos de ese nuevo Pueblo; igualdad que no puede de ningún modo entenderse como característica de una realidad amorfa, sin una estructura precisa; algo uniforme, monocorde o monocolor. En el Pueblo de Dios, como dice san Pablo, hay diversidad de carismas, de ministerios y de actuaciones (1 Co 12, 5); es como un cuerpo que, aun manteniendo siempre la unidad, está compuesto por múltiples elementos o miembros orgánicamente dispuestos: cada uno cumple su función y cada uno “existe en relación con los otros miembros” (Ro 12, 5). En la Iglesia no todos son apóstoles, profetas o maestros; ni todos obran milagros o hablan lenguas; ni todos se ocupan de la beneficencia o del gobierno (cfr. 1 Co 12, 27 ss). Todos distintos, pero todos “ordenados al bien de todo el cuerpo” (LG, 18) y a la misión confiada por Cristo a los Apóstoles.

La Jerarquía -el Papa, los Obispos y sus colaboradores, sacerdotes y diáconos-, por voluntad de Cristo su Señor, forma parte de la estructura fundamental de la Iglesia y goza de la autoridad del mismo Cristo: “presiden la grey en el lugar de Cristo, de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno” (LG, 20).

En el Credo confesamos nuestra fe en la Iglesia “Una” por razón de su origen, de su Fundador y de su alma, variadísimas en sus carismas y ministerios, pero unificada en virtud de Espíritu Santo. “Una” y la misma Iglesia en todos los tiempos y en todos los lugares, fuertemente unida por los vínculos de la fe común, de los mismos sacramentos y de la sucesión apostólica. “Una” y la misma Iglesia cuyos miembros peregrinan en la tierra, se purifican para poder participar en las Bodas del Cordero o han penetrado ya en la Jerusalén celeste y gozan para siempre de la visión de Dios. Todos ellos son igualmente parte de la Iglesia “Una”: todos en comunión, de todos los tiempos, de todas las razas, lenguas y colores, de todos las culturas y pueblos. Como afirma el apóstol Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús (…). No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 28). Un nuevo Pueblo, un único Pueblo, al que son convocadas todas las gentes de todos los tiempos, que, conducido y pastoreado por Cristo como un nuevo Moisés, camina unido en este mundo hasta alcanzar la tierra prometida. “Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos” (Ef 4, 5-6). La Iglesia, un pueblo en marcha; todos caminando juntos, todos unidos: ¡un solo Pueblo de Dios!

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