Carta semanal del Sr. Obispo: «Comprender, aceptar y vivir las palabras de Jesús requiere una suficiente dosis de fe»

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Queridos diocesanos:

La predicación de Jesús se encontró muchas veces con la incomprensión de quienes le escuchaban; no solo la de aquellos que no querían acoger sus palabras, sino también con la de quienes lo escuchaban con gusto, e incluso con la de los Doce, los escogidos como sus discípulos para transmitir su palabra y ser fundamento y columnas de la Iglesia. A veces no entendían el significado de los milagros, y se ganaban el reproche de Jesús. Tras la multiplicación de los panes, les dice: “¿Aun no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no véis, tenéis oídos y no oís?” (Mc8, 17-18). Y cuando, después del milagro de la Trasfiguración, Jesús les habla de su suerte futura, de su muerte y resurrección, el evangelista anota: “Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan obscuro que no captaban el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto” (Lc 9, 45).

Comprender, aceptar y vivir las palabras de Jesús requiere una suficiente dosis de fe. Por eso, los Apóstoles pidieron a Jesus: “¡Auméntanos la fe!” (Lc 17, 5). La razón humana es concebida como una luz, “la luz de la razón”, decimos, que nos da acceso a la verdad natural. Pero la fe es un don de Dios, una luz superior que nos permite ver, comprender, lo que, sin su ayuda, no alcanzaríamos a entender. Y todavía en el cielo dispondremos de una luz aún más intensa, “la luz de la gloria”, que nos permitirá ver, conocer a Dios como es.

Jesús se proclamó a sí mismo como el “camino la verdad y la vida”. La fe en Él nos da un conocimiento superior de las cosas de Dios y de todo lo que se refiere a Él. Un conocimiento que no es fruto de la mayor o menor capacidad de nuestra razón, sino que nos viene de arriba: la fe, como hemos dicho, es, en efecto, un don de Dios, un regalo fruto de la benevolencia divina, pero cuyo crecimiento hemos de implorar con insistencia: ¡más luz, Señor, más luz!

Sin la luz de la fe, el mensaje cristiano puede ser tenido por un elevado humanismo, por una vía ¡entre otras!, se dice, para alcanzar una cierta plenitud humana, puede incluso despertar admiración, pero quien se quede ahí no llegará nunca a comprenderlo en toda su hondura. Y eso en el mejor de los casos, porque ya San Pablo se lamentaba de que su predicación, el mensaje de salvación, era tenido como locura por los judíos y como necedad por los gentiles: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, y necedad por los gentiles (1 Co 1, 23). Hoy el Evangelio sigue causando escándalo, y a muchos parece una necedad. No me refiero al escándalo que pueden producir, y producen con toda razón, ciertos comportamientos absolutamente intolerables de algunos miembros de la Iglesia, sacerdotes e incluso obispos. Me refiero al Evangelio en sí mismo o a la doctrina de la Iglesia en materia de fe y de moral. Existe en parte de la opinión pública y de ciertos políticos una fuerte presión para impedir que la Iglesia pueda proponer algunas verdades que forman parte de su patrimonio evangelizador. Recibe críticas y censuras, incluso de personas e instituciones que se denominan o son oficialmente católicas. A veces se tiene la impresión de que existe la voluntad de silenciar su voz, de ridiculizarla o de someterla a continua crítica. Quien no está dispuesto a aceptar la autoridad del Maestro y de quienes Él ha escogido como doctores y profetas, pretende erigirse orgullosamente como altavoz de la verdad, que cree hallar allí donde no hay seguridad alguna de encontrarla. San Irineo afirmaba con toda razón que los Apóstoles no hablaban según la opinión, prejuicio o errores del momento, “sino según lo que exigía la manifestación de la Verdad” (Cfr. Contra las herejías, l. III, 4.3).

Feliz Domingo a todos.

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