Queridos diocesanos:
El pasado día 14, miércoles de ceniza, hemos dado inicio al tiempo de Cuaresma, es decir, a los cuarenta días previos a la Pascua de Resurrección de la que son preparación, y que nos dispone para su fructuosa celebración. Los cuarenta días de la Cuaresma evocan los cuarenta años de peregrinación de las tribus de Israel por el desierto, desde el éxodo o salida de Egipto hasta la entrada en la tierra prometida por Dios.
El pueblo cristiano vive este tiempo con particular intensidad, y a lo largo de él la Iglesia trata de inculcar a los fieles la naturaleza propia de la penitencia. Durante la Cuaresma muchos cristianos intensifican las obras de penitencia, que deben ser expresión de la verdadera penitencia: la detestación del pecado en cuanto que es ofensa de Dios, daña la santidad de la Iglesia y, frecuentemente, lesiona también la justicia que hemos de vivir con los demás.
En su Mensaje de este año para el tiempo santo de la Cuaresma, el Papa Francisco nos ofrece una bella y, a la vez, exigente reflexión. Recordando la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud a la que estaba sometido en Egipto, el Papa nos invita a vivir la Cuaresma como tiempo de liberación y a vivir los mandamientos de Dios como experiencia de libertad. Es cierto que el éxodo, la salida de Egipto supuso la liberación de Israel de la opresión que sufría, pero solo la obediencia a los mandamientos del Señor, ley de libertad, le podía proporcionar una libertad más plena, la verdadera libertad.
Se trata, por eso, como dice el Papa, de examinar despacio nuestra realidad, de mirarnos con ojos críticos, sin miedo, para descubrir las enfermedades, las esclavitudes, los pecados a los que cada uno y cada pueblo está sometido, ya que no solo somos individuos, sino personas, miembros de la sociedad en sus diversos formatos. Descubrirlos y confesarlos, para que puedan ser personados.
Somos conscientes de que seguimos estando más o menos sujetos a las viejas esclavitudes, de las que sentimos, a pesar de todo, una cierta añoranza. Como en el mito de la caverna de Platón, la luz, la verdad, la belleza de la libertad auténtica no anulan del todo el deseo de volver a la obscuridad de la caverna. Y es que, en un primer momento, la luz molesta, ciega, y la libertad exige continua lucha para no volver a la esclavitud; pide esfuerzo permanente para superar la tendencia al “camino trillado”, el gusto de seguir el propio capricho, el placer que ofrece la satisfacción inmediata, la seducción del egoísmo, “fuente de desigualdades y conflictos”. El esfuerzo y lucha permanentes son el precio de la libertad. Ceder en ese empeño es ya como ingresar en prisión
Es tiempo, pues, de conversión, de soltar lazos, amarras” –hábitos, costumbres, situaciones, compromisos- que atan y esclavizan. Los ídolos no ven, ni hablan, ni oyen; pero no solo eso; el apego al dinero, el afán de poder, el deseo de dominio sobre los demás, el egoísmo que nos aleja del círculo de nuestro interés, los ídolos, nos hacen sordos y ciegos, insensibles al dolor y al sufrimiento de quienes nos rodean.
La Cuaresma es tiempo de recuperar libertad, de detenernos en la presencia de Dios, de orar, para aprender a hacerlo ante el hermano herido. “No tener otros dioses, dice el Papa, es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo”. Por eso, la oración forma una unidad indivisible con la limosna –la caridad- y con el ayuno que aligera, al menos, la presión que ejercen sobre cada uno los instintos más elementales.