Carta semanal del Sr. Obispo: ¡Cuaresma!

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Queridos diocesanos:

Días atrás, con el rito de la imposición de la ceniza, dábamos comienzo al tiempo santo de Cuaresma. Numerosos fieles se acercaron a sus parroquias para cumplir con este gesto penitencial, que recuerda a los hombres nuestra frágil condición corporal y la debilidad de nuestra contextura moral. En efecto, a la vez que rememorábamos que procedemos del polvo de la tierra –del barro del que fuimos formados-, y que volveremos a él, la Iglesia elevaba su voz para avivar la conciencia de nuestros pecados y para acudir con serena confianza a la misericordia de Dios. ¡Misericordia, Señor, hemos pecado!, repetimos en estos días.

Es tarea principal de la Iglesia en este tiempo hacer eco a las palabras que el profeta Isaías dirigía a Israel en nombre del Señor: “Grita a pleno pulmón, no te contengas, alza la voz como un trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados”. Dios quiere que sus palabras lleguen a todos los israelitas; que nadie pueda excusarse de no haberlas oído; que sacudan los corazones de todos. Por eso manda proclamarlas en voz bien alta, a gritos, si es preciso.

Las palabras del profeta, que son palabra de Dios, suenan a dura censura, a enérgico reproche de los delitos y pecados del pueblo; un pueblo que, sorprendentemente, consulta también a diario el oráculo de Dios, que ayuna, se mortifica y se acuesta sobre saco y ceniza. Prácticas externas, obras de bien que parece se quieren hacer compatibles con descuidar el mandato de Dios, dictar sentencias injustas, ocuparse de los propios “negocios”, negar el pan al hambriento o el techo a los que carecen de él, imponer cadenas injustas. Se diría que es un pueblo que pretende ocultar sus pecados, “encubriéndolos” con “buenas” obras, vacías, en realidad, porque se hacen para ser vistos de los hombres.

La Cuaresma es una apremiante llamada a la sinceridad de vida, a la autenticidad cristiana de nuestras conductas, a una verdadera conversión que pide a Dios luz para descubrir la verdad de nuestro ser más íntimo y gracia que provoque la auténtica conversión del corazón, y lo haga sensible al querer de Dios y a las necesidades de los hermanos. Las “obras de penitencia”, la oración, el ayuno y la limosna, no pueden ser “desalmadas”, privadas de su alma, obras muertas que ya no son signo ni expresión de una auténtica conversión del corazón.

Más de uno se hará quizás estas mismas consideraciones al contemplar el elevado número de cristianos que se ha acercado a los templos para “el rito de la ceniza”, o los millares de hombres y mujeres que acompañarán las imágenes de Jesús y de María en los desfiles de la Semana Santa, constatando, al mismo tiempo, la realidad de un pueblo cuya vida pública es regida y presidida por no pocas leyes contrarias “ex toto”, radicalmente, al Evangelio. Sin duda, se hace necesario seguir el ejemplo del profeta y alzar la voz, sonar la trompeta, no contenerse y denunciar los delitos y pecados del pueblo.

Ni la denuncia ni la condena son el fin último del mensaje evangélico, proclamado en nombre del Dios. Una y otra deben llevarnos a implorar la misericordia de Dios y una conversión sincera, de corazón; a la autenticidad de una fe que tiene consecuencias “inevitables” en la vida personal, familiar y social. Dios busca el bien de los hombres; quiere que nos convirtamos y vivamos. La Cuaresma es el tiempo de volver, de tomar conciencia de los propios errores y pecados, confesarlos, y rectificar.

 

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