Carta semanal del Sr. Obispo: De causas, efectos y consecuencias

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Queridos diocesanos:

Esta colaboración tiene como título “de Causas, efectos y consecuencias” y está motivada por la tendencia a no reconocer que determinados hechos guardan estrecha relación con otros, de manera que se puede afirmar, sin mayores precisiones, que actúan como verdaderas causas de los mismos. Otras veces esos hechos son consecuencia de un conjunto de fenómenos, de circunstancias o situaciones, sin que ninguna de ellos en particular pueda calificarse como causa de los hechos en cuestión. No me refiero aquí a hechos o fenómenos de mundo de la mecánica o de la física en general, sino a los que podemos calificar, en general, de humanos.

Sucede también con relativa frecuencia que se busquen las causas de ciertos fenómenos donde no se encuentran, y se propongan, en consecuencia, remedios a los mismos que no lo son en absoluto. Errada la causa, errada la solución del problema.

Ante los lamentables y reprobables fenómenos de la así llamada “violencia de género”, muchos piensan que el problema se solucionará sin más con leyes que imponen penas cada vez más mayores, sin que se quiera ceder a los hechos, tozudos por naturaleza, que demuestran lo contrario. Se “perfeccionan” las leyes, se imponen penas cada vez más severas, se estigmatizan, con razón, los delitos, y sin embargo no disminuye el número de los mismos, sino que, por el contrario, aumentan en mayor o menor medida. En vez de investigar seriamente las causas del mal social, se le aplican remedios que los hechos demuestran que o no lo son, o no lo son con la suficiente eficacia.

Algo parecido ocurre con lo que amenaza con convertirse en una plaga. Me refiero al penosísimo fenómeno del creciente número de suicidios infantiles entre niños que gozan de gran bienestar material. Es raro encontrar noticias del fenómeno en los medios de comunicación habituales. Sobre él se extiende un velo de silencio que no se puede romper sin ser juzgado como un amargado aguafiestas. No parece que un máximo de bienestar sea el camino seguro para alcanzar un mínimo de suicidios. De nuevo el error en la identificación de la causa del fenómeno conducirá a soluciones otro tanto erradas.

No son pocas las voces que llevan tiempo cuestionando y advirtiendo de los nubarrones que se ciernen sobre el sistema público de pensiones. Se buscan soluciones distintas que puedan obviar los peligros que lo acechan. Así, se propone alargar el tiempo de cotización. retrasar la edad de jubilación… Lo que parece evidente es que, al crecer el número de pensionistas y decrecer o estabilizarse el de los contribuyentes, el problema se agrava. Se reconoce, sí, que el “invierno demográfico condena el sistema público de pensiones”, pero esa convicción no parece lo suficientemente sólida como para dar lugar a una decidida “política de ayuda a las familias” que sea capaz de frenar la alarmante y progresiva caída de la tasa de fertilidad. Muchas de sus causas son bien conocidas. No todas, desde luego, de carácter económico; tienen que ver con una visión errada del amor, de la persona, la sexualidad y la familia contraria a la moral cristiana

No me falta fe en la capacidad del ser humano para resolver los problemas que se van planteando en la historia. No sé si serán cada vez más y más difíciles; tengo por cierto que no cesarán nunca, porque el “paraíso” pertenece a los orígenes y la felicidad plena habita en el futuro, en el cielo. De lo que podemos estar seguros es de que con la fe auténtica en Dios y sostenidos por el amor mutuo que descansa sobre la justicia, se facilita una más adecuada respuesta a las difíciles cuestiones actuales y una más eficaz, aunque imperfecta, solución de nuestros problemas.

+José María, Obispo de Cuenca

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