Queridos diocesanos:
La semana pasada comenzamos unas reflexiones sobra la Doctrina Social de la Iglesia, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Dicha Doctrina es el resultado de la aplicación de la luz del Evangelio a los distintos problemas o cuestiones sociales que se van planteando a lo largo de los años. Como decíamos, la Doctrina Social de la Iglesia se estructura en base a unos “principios de reflexión” y las “normas”, a partir de los cuales se emiten los “juicios” y “directrices” al servicio de las acciones justas.
Los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia son: la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad y la subsidiariedad y la propiedad privada. Hoy nos ocuparemos del primero, la dignidad de la persona humana, verdadero principio fundamental en el que se apoya la citada Doctrina. Los demás principios tienen en ella su fuente y su fundamento.
El Concilio Vaticano II afirma que lo que constituye la trama y, en cierto modo, la guía de toda la Doctrina Social de la Iglesia es la correcta concepción de la persona humana y de su valor único, pues es “la única criatura terrestre a la que Dios ha querido por sí misma” (Const. Past. Gaudium et spes, n. 24). Como criatura es una más entre ellas, pero al mismo tiempo está por encima de todas las demás, ya que todas ellas dicen relación al hombre. En su unidad de cuerpo y alma, dice la misma Constitución Pastoral, “el hombre constituye una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima” (n. 14). La persona humana es, pues, la criatura de este mundo que goza de una mayor dignidad. Amada por Dios por sí misma, no puede ser usada como medio para alcanzar un fin. Ella es, más bien, fin de todas las demás cosas de este mundo. Afirmaciones éstas que poseen una indudable actualidad hoy, cuando vemos las numerosas manifestaciones, teóricas y prácticas, del así llamado “animalismo”, que ve en el hombre un animal más entre los que pueblan nuestro mundo.
El valor incomparable de la persona humana se debe a que remite a Dios, que la ha creado a su imagen y semejanza, que está más allá de ella, la trasciende y es fuente de su especialísimo valor, muy por encima, ciertamente, del de las demás criaturas de este mundo. Dignidad especialísima, sí, pero dignidad siempre de una criatura que, por lo mismo, no es autónoma ni autosuficiente. Pensarnos como radicalmente independientes de Dios equivale a negarnos como seres creados por Dios, dotados de una naturaleza superior a la de los demás seres; pero al hacerlo nos estamos autodestruyendo, pues eliminamos el fundamento original, permanente, de nuestra existencia y de nuestra superior dignidad. La pretendida autosuficiencia del hombre no nos eleva sobre nuestra real condición, no nos convierte en “dioses”, sino que nos rebaja a la condición de una criatura entre otras. La diferencia de dignidad sería ya gradual, no radical.
La dignidad radical de la persona no se pierde por la indudable presencia del pecado en nuestras vidas; no queda destruida por negarnos a reconocer la ordenación a Dios como nuestro fin último; pero desconocer o romper la propia ordenación a Dios, no deja de tener fatales consecuencias, tanto para uno mismo como para las relaciones con los demás y con el resto de la creación (cfr. ibídem, n. 13). El desorden en nuestras relaciones con Dios no tarda en convertirse en desorden social.
Por el contrario, la redención de los hombres realizada por Nuestro Señor Jesucristo hace que la dignidad del hombre alcance cotas inimaginables: liberados por Cristo de la servidumbre del pecado, del desorden que este introdujo en el mundo, se facilita el camino para lograr un orden más justo en las relaciones sociales.