Carta semanal del Sr. Obispo: «Dios se ha revelado a los hombres, se nos ha manifestado, se nos ha dado a conocer»

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Queridos diocesanos:

Dios se ha revelado a los hombres, se nos ha manifestado, se nos ha dado a conocer. Se ha revelado actuando, primero en la obra de la creación, y después en la de la Redención. Hablamos, por eso, de una revelación natural y de otra sobrenatural. Por medio o a través de las obras salidas de las manos del Creador, las del cielo y las de la tierra, podemos alcanzar un conocimiento cierto y sin error de Dios nuestro Señor; como obras suyas las cosas llevan, por así decir, su firma y nos permiten penetrar, aunque sea someramente, en su misterio. Es el conocimiento de Dios que se logra leyendo la naturaleza. Por eso hablamos de revelación natural: “Dios, creando y conservando el universo por su Palabra ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo” (Conc. Vaticano II, Const. Dogm. Dei Verbum, 3).

Pero, además, “quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad”, quiso hablarnos no solo a través de las cosas creadas, sino que quiso hacero El mismo “como a amigos” (ibídem, 2), y abrirnos así “el camino de la salvación sobrenatural” (ibídem, 3). Aunque nos habló en distintas ocasiones y de muchas maneras, “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios” (ibídem, 4).

Puesto que lo que Dios reveló debía servir a la salvación de los hombres de todos los tiempos, determinó que “se conservara íntegro y fuera trasmitido a todas las edades” (ibídem, 7). Así, ya desde el principio, los Apóstoles, “con su predicación, sus ejemplos e instituciones, trasmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó” (ibídem); además, con otros de su generación, pusieron por escrito el mensaje de la salvación. Esta Tradición y Escritura de los dos Testamentos fue confiada a los Obispos, Sucesores de los Apóstoles, para que se conservaran siempre íntegramente y como algo vivo (cfr. ibídem). Por su parte, todo hombre “debe prestar la obediencia de la fe a Dios que se revela, y por ella entregarse plenamente a Él (…), asintiendo libremente a lo que le revela” (ibídem, 5), pues “sin fe es imposible complacerlo” (Hb 11, 6).

La importancia del Catecismo de la Iglesia Católica radica precisamente en ser “un compendio de toda la doctrina católica tanto sobre la fe como sobre la moral” (Juan Pablo II, Constit. Apost. Fidei depositum, 1). Un resumen orgánico, articulado, completo, de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica con dos funciones principales, ambas de extraordinaria importancia: la de ser una “regla segura para la enseñanza de la fe” y la de constituir un “instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial” (ibídem, 4). Estas dos características dan cumplida razón de la petición que el Papa dirige tanto a los pastores de la Iglesia como a todos los fieles “para que reciban este Catecismo con espíritu de comunión y lo utilicen constantemente cuando realicen su misión de anunciar la fe y llamar a la vida evangélica” (ibidem).

En momentos en los que la plaza pública, también la cristiana, se asemeja a veces a un mercado persa presidido por la confusión de las voces y sonidos, es muy de agradecer a Dios poder contar con “un texto de referencia seguro y auténtico en la enseñanza de la doctrina católica” (ibídem).

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