Queridos diocesanos:
Como anunciaba la semana pasada, con este breve comentario cerramos los dedicados a glosar la doctrina de la bella encíclica del Papa Francisco Dilexit nos, con la que nos ha ilustrado acerca del amor divino y humano encerrado en el corazón de Cristo.
El capítulo V de la encíclica se desarrolla bajo el encabezado que reza: Amor por amor, y, como ya sabemos, se ocupa en su mayor parte del tema de la reparación. Esta ha sido entendida generalmente como fruto del imparable deseo de corresponder al infinito amor de Dios, herido por nuestros pecados, con alguna respuesta nacida de nuestras pequeñas y limitadas capacidades (cfr. n. 164). El Señor, en efecto, no es insensible a las ingratitudes y desprecios de los hombres, experimenta la insaciable sed de ser amado por nosotros, se lamenta de nuestra falta de amor y desea ardientemente ser correspondido en el amor que nos tiene. Miles y miles de hermanos nuestros han vivido esta espiritualidad de la reparación entendida como una especie de “pararrayos” de la justicia divina (cfr. n. 195).
Pero ya decíamos también la semana pasada, que hay otro modo de entender la reparación, que encierra un fuerte sentido social, ya que conduce a reparar las estructuras viciadas que son consecuencia del pecado de los hombres. Es otra manera de reparar, otro tipo de “respuesta al corazón amante de Cristo que nos enseña a amar” (n. 183).
El Papa nos muestra u modo distinto de comprender la reparación que exigen nuestros pecados. Lo hace de la mano de la santa doctora de la Iglesia, Teresa de Lisieux. Este modo “teresiano” de entender la reparación nos ayudará seguramente a vivir mejor, con mayor plenitud, los misterios que celebramos en la Semana Santa ya tan próxima.
Como recordábamos también la semana pasada, el amor infinito, humano y divino, del Salvador desea alcanzar efectivamente a todos los hombres: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4-6). Pero el mal uso de la libertad humana puede condicionar y limitar la voluntad divina. Dios ha aceptado “contener la difusión de su inmenso y ardiente amor, para dejar lugar a nuestra libre cooperación con su Corazón” (n. 193). Cada uno de nosotros goza por su libertad del misterioso poder de privar al amor de Dios de su prolongación en nuestras vidas y en las de los demás. Teresa del Niño Jesús entendió la reparación, la ofrenda de sí misma por los demás, no tanto como un modo de “saciar la justicia divina, sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos” en el mundo y en el corazón de los hombres (n. 196). Es cierto que nuestra reparación como Teresa del Niño Jesús la entiende no agrega nada “al único sacrificio redentor de Cristo” (n. 197); pero los sufrimientos que comporta que el amor de Cristo se desborde en nuestra vida y, a través de esta, en la de los demás (cfr. n. 198), se unen a los padecimientos de Cristo; de este modo participamos en su amor redentor y en su único sacrificio, completamos en nosotros lo que falta a los padecimientos del Señor y se prolongan a través nuestro los efectos de su entrega total por amor; al mismo tiempo resultan más abundantes los “frutos de propiciación y de expiación para nosotros”(n. 201) .
Concluimos con unas palabras del Papa Francisco, para quien la devoción al Sagrado Corazón es algo bien distinto del cómodo refugiarse en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos, o del quedarse en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales (cfr. n. 205). Bien al contrario: la reparación, se nos recuerda con palabras de San Juan Pablo II, “es cooperación apostólica a la salvación del mundo” (n. 206).
¡Feliz Domingo de Ramos!
