Carta semanal del Sr. Obispo. El cristiano es el hombre de la esperanza

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Queridos diocesanos:

El mes de noviembre aparece revestido de un cierto aire de melancolía, un estado anímico de tristeza, más o menos honda, sosegada y permanente, que envuelve el discurrir de sus días y amenaza con apoderarse de nosotros. Quizás sea, en parte, consecuencia de los cambios que se producen en la naturaleza de la que formamos parte y con la que guardamos estrechas relaciones. Prevalecen por lo regular los días grises, se acortan las horas de luz, los árboles son despojados de sus hojas, el frío se va dejando sentir cada vez más: la naturaleza parece “encogerse” y con ella también el ánimo de los hombres. Y sin embargo, este es un mes que habla de esperanza y que, por tanto invita a la alegría.

En efecto, la consideración de las verdades últimas ˗los novísimos˗ nos abre a un horizonte esperanzador, pues la fe en el más allá nos libra de la pesada losa que se abate sobre quienes consideran la muerte como el destino final del hombre. Si estamos hechos para la muerte y no para la vida, entonces ésta representa sólo una ilusión fugaz, el brillar de un relámpago en medio de la obscuridad más cerrada, como se ha dicho con una imagen certera…, y no hay lugar para la esperanza. Según esto, vendríamos de la nada y regresaríamos a ella. Triste destino sería.

Pero el cristiano, muy al contrario, es el hombre de la esperanza. En su primera carta, San Pedro escribe: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros” (1, 3). La esperanza tiene que ver con el futuro, con un futuro cierto, que arroja luz sobre el presente y al que éste se encamina: del futuro recibe su sentido. La ausencia de aquel hace de la vida un sinsentido, algo ilógico, absurdo. El presente que tiene todas las trazas de ser “camino para”, se vuelve meta y término, y se convierte en algo angustioso; porque el hombre no es sólo pasado y presente, es al mismo tiempo futuro; y no sólo futuro inmanente, sino futuro abierto a la eternidad. Un futuro en el que ponemos nuestra esperanza, “una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esa meta, y si esa meta es tan grande que justifica el esfuerzo del camino” Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe salvi, 207).

El cielo es para el cristiano esa esperanza. Una esperanza cierta que se apoya en el hecho central de nuestra fe: la Resurrección del Señor que ha vencido y superado a la muerte, ha subido a los cielos y está allí sentado a la derecha del Padre. Es una esperanza que no sólo es “buena noticia”, una verdad objeto de nuestra fe, sino un anuncio que “comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (ibídem, 2). La esperanza cristiana, el encuentro con el Dios vivo, saber que nos espera su infinito Amor, que no se agotará nunca y que nos colmará de felicidad, que nos realizará y saciará nuestros anhelos más nobles y profundos, actúa como una energía liberadora de todo temor y miedo, y nos impulsa a afrontar, animosos y confiados, las dificultades del presente. Con la carta los Hebreos confesamos que somos huéspedes en este mundo, peregrinos en la tierra, añorando de continuo la patria futura, la esperanza del cielo (11, 13-16). Esta convicción y esperanza, el cielo, la bienaventuranza eterna, orienta y da sentido a nuestra vida. Y la sostiene.

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