Carta semanal del Sr. Obispo: El hombre sin Dios, y con él sus esperanzas, se desvanece

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La Palabra de Dios, la fe cristiana, proporciona respuesta a las preguntas más decisivas que los hombres nos venimos planteando a lo largo de los siglos. Una de ellas tiene que ver con el deseo innato e irreprimible de felicidad sin límites que toda persona experimenta en lo más íntimo de sí. Frente a este hecho se pueden dar respuestas diversas. El filósofo J.P: Sartre, por ejemplo, sostiene que el hombre es “una pasión inútil”. En realidad, según él, la vida carece de orientación y de sentido. Sus esfuerzos desembocan en la muerte, por la cual sencillamente “desparecemos del mapa”, para hundirnos en la nada más absoluta. El deseo de felicidad plena no encuentra satisfacción, es algo parecido a un sueño vano; un engaño, en realidad. Es este un discurso que no sorprende en boca de una persona que no cree en Dios; un discurso erróneo desde su inicio. Erróneo pero coherente, ya que el hombre sin Dios, y con él sus esperanzas, se desvanece.

No piensan así los grandes maestros cristianos. Es bien conocida la convicción con la que San Agustín se dirige a Dios en sus Confesiones: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que encuentre descanso en ti”. Del mismo modo, Santo Tomás de Aquino, piensa que el hombre, creado por Dios, es de alguna manera algo inacabado, ya que busca, apetece, desea su perfección, aquello que aquieta por entero su deseo, aquello que lo “completa”, es decir, Dios. Solo Dios, en efecto, bien infinito, puede aplacar el deseo de infinito que anida en el corazón humano. Cada uno de nosotros experimenta una especie de nostalgia de Dios, del que ha “salido”, cuyas manos nos han formado. Como dice uno de los himnos de Laudes de la Liturgia de las Horas: el hombre es una especie de “encarnación diminutiva”. Solo volviendo a los brazos de Dios alcanzan los hombres su total realización, su plenitud, su perfección. Cuando se alcanza o se posee, entonces se goza: es la bienaventuranza, la felicidad plena, perfecta, eterna.

Por eso, hablar de la bienaventuranza es hablar del cielo. En sentido estricto, el cielo es el logro y el goce del bien supremo del hombre que es Dios. “La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1026). Al hablar del cielo estamos refiriéndonos a un “misterio” que va más allá de toda representación y que nunca llegamos a comprender del todo. El Evangelio se sirve de distintas imágenes para hablar de él: banquete de bodas, vida, luz, paz…, pero hemos de tener siempre presente que la realidad última del cielo está más allá de lo que podemos imaginar: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó ni al corazón del hombre llegó lo que Dios prepara para los que le aman” (1 Cor 2, 9).

Si no se entiende lo que se acaba de decir, se corre el peligro de humanizar demasiado “el misterio”; más, de infantilizarlo de cierto modo, como si se tratara de algo similar a una fábula, a un cuento para niños, poro creíble en el fondo, cuando, en realidad, es una verdad que ilumina la vida de los hombres y una respuesta a sus preguntas más decisivas: ¿tiene sentido la vida humana?, ¿a dónde nos encaminamos?, ¿serán satisfechos alguna vez nuestros deseos más arraigados?, ¿los gozaremos en compañía de nuestros seres queridos?

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