Carta semanal del Sr. Obispo: “El nombre de las cosas”

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Queridos diocesanos:

Cada cosa y, desde luego, cada persona tiene su nombre propio. No existe cosa alguna que carezca de nombre por el que es reconocida; tampoco hay persona que no posea su nombre propio; una persona sin nombre que la defina en su singularidad es como una persona sin rostro. Todos respondemos con un gesto, con una palabra, con un movimiento cuando somos llamados por el propio nombre. El nombre nos identifica. Nos presentamos a los demás pronunciando nuestro nombre. Este es mucho más que un simple sonido. Lo mismo ocurre con los objetos, con las cosas: se las identifica por el nombre. No es que sean su nombre, pero el nombre nos dice lo que son. Un objeto sin nombre es algo todavía no bien conocido.

Quizás esta breve reflexión nos haga comprender mejor el episodio que se narra en el libro del Génesis. Allí se nos dice: “Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera” (2, 19). Adán, en efecto, puso nombre a todos los seres: ganados, pájaros y bestias del campo. También a la criatura que sacó el Señor de su costilla, según la narración del libro sagrado, la llamó Adán con su nombre: “Su nombre será mujer” (2, 23). Todo lo creado es lo que Dios ha decidido que sea; esa es su verdad. Y Dios ha querido que Adán las llamara con el nombre que corresponde a su realidad, a su verdad.

La importancia del nombre es evidente en la Escritura. Cuando un ángel se aparece a José en sueños para anunciarle que María espera un niño, le indica el nombre que, como padre según la ley, le debe poner: “Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y cuando Andrés lleva a su hermano Simón a Jesús, este, dice el Evangelio, “se le quedó mirando y le dijo, tú eres Simón el hijo de Juan; tú te llamará Cefas (que se traduce: Pedro)” (Jn 1, 42). En estos casos, como en los de Abrahán o Jacob y tantos otros en el Antiguo Testamento, el nombre distingue, identifica, precisa la persona de quien se trata y la misión que se le confía. De alguna manera el nombre es la persona misma.

Lo que llevamos dicho nos hace comprender la relevancia que tiene el nombre de las personas y de las cosas, la importancia que reviste llamarlas por su verdadero nombre y, en cambio, la confusión a que se da lugar cuando las palabras ya no responden a la realidad. Así lo pone de manifiesto la misma Sagrada Escritura cuando comienza la narración del episodio de la torre de Babel con estas palabras: “Toda la tierra hablaba una misma lengua con las mismas palabras” (Gen 11, 1). La confusión de la lengua, su corrupción, está en el origen de la dispersión y la división de los hombres: “Allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los dispersó el Señor por la superficie de la tierra” (ibídem 11, 9).

No es indiferente, pues, llamar a las cosas de una manera u otra. Con frecuencia, al hacerlo, se está modificando la realidad misma. Cuando en estos días se habla de celebrar las fiestas en vez de celebrar la Navidad, en realidad se está vaciando de su realidad la celebración. Cuando se habla de muerte digna, en lugar de eutanasia, lo que se pretende es blanquear le malicia de esta. Tres cuartos de lo mismo sucede cuando se dice interrupción del embarazo en sustitución de aborto, o cuando se habla de bautismo o de primera comunión laicos. Los ejemplos podrían multiplicarse. No se puede pasar por alto la importancia que tiene el nacimiento de un lenguaje nuevo en el intento de dar lugar a  un mundo u orden nuevo muy distinto, y aun contrario, al creado por Dios.

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