Queridos diocesanos:
La semana pasada reflexionaba sobre lo que, a mi parecer con mucho acierto, se ha llamado la “dictadura del relativismo”. El pilar fundamental sobre el que esta se asienta es la negación de la verdad objetiva que ya no gozaría de validez permanente por estar por encima o más allá de las opiniones subjetivas, personales o por mejor decir, “personalistas”; estas últimas renuncian a cualquier pretensión de verdad en sentido fuerte; son verdades que se conciben simplemente como acuerdo de pareceres, o bien como “verdades personales” o “subjetivas”; cuando en ellas concuerda la mayoría adquieren o se revisten de una fuerza que no les corresponde por sí mismas y se termina por “imponerlas” a todos. A estas “verdades” pequeñas, “las de cada uno”, parece referirse el poeta cuando dice en uno de sus cantares al contrastarlas con la verdad: “¿Tu verdad? no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”.
Esa verdad “pequeña” deja de ser fruto del encuentro personal con algo que nos trasciende; esa verdad ya no es “desvelamiento”, revelación, sino “construcción”, hechura humana, manufactura; y todo lo que se “construye” se puede también “de-construir”. En eso andan ahora muchos. El sexo, por ejemplo, una realidad biológica natural, no tiene, se afirma, relevancia alguna; lo que interesa es el rol que se le atribuye, “construido” sobre el dato mostrenco de la naturaleza. Pero la voluntad de “los más” que le ha asignado ese rol, puede también privarle de él.
Las consecuencias de una antropología errónea, la visión equivocada del fenómeno humano y de la verdad son numerosas e inquietantes. El discurso sobre los derechos humanos se torna, por ejemplo, no ya difícil, sino sencillamente imposible: no pasa de ser una quimera, una ilusión. En efecto, si no existe lo humano, se hace imposible hablar de derechos “humanos”. Lo humano ˗la naturaleza humana en definitiva˗ ya no es algo que precede al ejercicio de la voluntad y la normaliza, es decir, algo que la sujeta a ley; lo humano, y los derechos llamados humanos, no son ahora más que el “producto” de la libertad, de la voluntad humana, de lo “decidido” por ella. Nada sirve de freno o de norma a la voluntad, ¡cuanto menos una realidad biológica ˗aunque no sea solo eso˗ que no es fruto de la voluntad! Pero entonces no tendrá sentido hablar de actos, leyes, costumbres… inhumanas. Lo que es o no humano es ahora determinado por la voluntad general, sin que nada o nadie se le pueda razonablemente oponer. De ese modo hemos superado el mundo de lo humano para entrar en el de lo post-humano o trans-humano, en el del hombre creado, hecho, “a voluntad”. La razón se pliega a esta, a aquello que la mayoría determina o decide. En este contexto se entiende la afirmación según la cual es la voluntad la que nos hace libres. ¡La voluntad no la verdad! Según esto, es la voluntad la que establece o crea la verdad. Pero no la voluntad individual, sino la voluntad de la mayoría. La persona se ve letalmente sustituida, subsumida y negada, en el grupo o partido. Así se llega a la paradoja de que en un horizonte intelectual en el que la verdad de las cosas, la realidad en sentido fuerte, ha quedado desplazada, excluida o negada como algo no sometido al sujeto, se ve reaparecer una “verdad” “impuesta” con un poder dictatorial que, quiérase o no, no tolera resistencia ni disidencia alguna. Si no se acepta esa “verdad” relativa, queda uno excluido, resulta censurado, denunciado, y no raramente, perseguido con las leyes en la mano. ¡Y no se permiten siquiera votos particulares! El pensamiento único se impone de manera dictatorial, es decir, arbitraria, absolutista y despótica, intolerante e intransigente. El reino soñado de la máxima libertad cede el puesto a otro, bien distinto, en el que la libertad para pensar, hablar o escribir, resulta obstaculizada, impedida o castigada por leyes “justas”, que lo son solo por ser resultado de la voluntad general. ¡Lástima que este mundo resulte algo ya demasiado visto en el pasado, no lejano, de Europa!