Queridos diocesanos:
Continuamos esta semana con el análisis de los fundamentos, de las verdades básicas, de la Doctrina Social de la Iglesia. Después de habernos ocupado en las pasadas semanas de algunos de ellos, como la dignidad humana y el bien común, hoy abordamos otro concepto fundamental de dicha Doctrina: el principio de subsidiariedad.
Hablar de subsidiariedad es hoy especialmente necesario, pues se admite, de hecho, sin mayores justificaciones, una especie de estatalismo de la vida social. De manera sencilla podríamos decir, que según la mentalidad estatalista, en principio corresponde al Estado ocuparse de todos, o al menos los más importantes, ámbitos de la vida social, dejando a los individuos, a las sociedades o entidades inferiores o intermedias resolver asuntos de menor calado. Todas las formas de estatalismo tienen como denominador común la preeminencia y prevalencia del Estado en la actividad social, económica o cultural. Se concede al Estado un peso desmedido en la vida de los ciudadanos. En sus grados extremos su intervención es tal que termina por ahogar o condicionar en exceso la libertad de las personas. Esto se debe, en buena parte, a que el ejercicio de la libertad siempre es “penoso” en el sentido de costoso, pues exige informarse bien, dialogar en la búsqueda de la verdad, aceptar riesgos a veces importantes; asumir un cierto grado de incertidumbre inquietante. El hecho es que no pocos piden una creciente intervención del Estado, sin caer en la cuenta de que eso supone ceder o perder ámbitos de libertad y que la convicción de que el Estado nos proporciona seguridad resulta, en muchos casos, una invitación a la pereza y a la comodidad.
El principio de subsidiariedad se alza frente al estatalismo creciente que amplía desmesuradamente el ámbito de lo público y la esfera de dominio del Estado, y amenaza con disolver a la persona en el sistema. La Congregación de la Doctrina de la Fe, en la Instrucción Libertatis conscientia, de 22 marzo de1986, afirmaba atinadamente: “Ni el Estado ni la sociedad deberán jamás sustituir la iniciativa y la responsabilidad de la persona y de los grupos sociales intermedios en los niveles en los que estos pueden actuar, ni destruir el espacio necesario para su libertad. De este modo, la Doctrina Social de la Iglesia se opone a todas las formas de colectivismo”.
Por su parte, San Juan Pablo II, siguiendo la misma línea de pensamiento, enseñaba algunos años más tarde que: “Una estructura social de orden superior no debe intervenir en la vida interna de un grupo social de orden inferior privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común” (Encíclica Centessimus annus, 48). Pensemos en las aplicaciones de este principio en los diversos ámbitos de la vida humana, en el de la educación, por ejemplo. Contra la extendida idea de que la educación es cosa del estado y la opinión generalizada que identifica erróneamente educación pública y estatal, la Doctrina Social de la Iglesia enseña que la competencia del Estado en materia de educación es subsidiaria, mientras que la de los padres es primaria. El Estado debe sostener a estos en su tarea educativa, de la que son los primeros responsables, e intervenir cuando, por las circunstancias que sean, no pueden por sí solos cumplir con su deber -que es a la vez un derecho-, sin una ayuda exterior, bien sea de la Iglesia o del Estado.
Tengamos presente que, con el principio de subsidiariedad, la Iglesia no defiende un modelo político liberal. La Iglesia se mueve en el orden ético y pretende preservar la dignidad de la persona y su libertad; pide, como acertadamente se ha dicho, que “se deje espacio a su capacidad de iniciativa y de compromiso social”.