Carta semanal del Sr. Obispo: El transexualismo

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Queridos diocesanos:

El colonialismo cultural que padecemos y del que los últimos Papas han hablado en distintas ocasiones, tiene uno de sus focos principales puesto en el así llamado transexualismo. Las personas transexuales se ven a sí mismas con una identidad sexual que no coincide con su sexo biológico. El género al que se sienten pertenecer no se corresponden con este último. Esa discordancia entre lo que se es biológicamente –hombre o mujer- y el modo en que uno se experimenta o se vive a sí mismo –mujer, hombre o ni una cosa ni otra- puede causar un malestar más o menos intenso. Por esta razón, que no tiene por qué ser la única y con frecuencia no lo es, esas personas pueden desear identificar su sexo biológico con su género, es decir, con el realidad sexual sentida. Para lograrlo suelen recurrir a terapias de reasignación por vía de tratamiento hormonal o de intervención quirúrgica.

Repetidas veces hemos recordado en esta sección la visión de la fe católica sobre la persona humana. Es fundamental recordarlo una vez más, ya que, como se ha dicho con razón: “La ideología de género y las conductas de homosexualidad y de transexualidad, o sexo líquido, que, a consecuencia de esa ideología, en ocasiones se reivindican como derechos individuales para quienes las practican y como un deber correlativo para el entorno social y las instituciones de todo orden (…) tiene una visión del hombre radicalmente distinta de la cristiana”. Añadiría, por mi parte que se trata de visiones del hombre o mujer no solo radicalmente distintas, sino radicalmente contrarias.

En la visión cristiana de la persona, esta se comprende como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, la de mayor dignidad entre las de este mundo; con una estrechísima unidad entre cuerpo y alma; el cuerpo se ve no como algo que se tiene, como un objeto distinto de la persona: el cuerpo no se tiene, se es; es parte integrante de la persona, no algo de lo que podemos disponer a nuestro antojo; el hombre goza de libertad por la que puede dirigir libremente su vida hacia un fin último dado por Dios, que puede alcanzar con su gracia, siguiendo las normas que descubre en su propia naturaleza.

En la visión de la persona humana propia de la teoría de género y en otras cercanas a esta, el hombre es lo que quiere ser; la unidad de la persona se rompe; el cuerpo ya no es constitutivo de la misma, se despersonaliza y deprecia; es algo que se tiene o posee, del que se puede disponer como uno quiere, sin dependencia de nada y sin restricción alguna.  El hombre es señor absoluto de sí mismo. Se da su propia identidad sexual y es autor de las normas por las que debe regirse; crea o se inventa deberes que los demás deben respetar y promover, sin otro fundamento que la voluntad personal o la de la mayoría. En esa visión no hay referencia alguna a nada que preceda a la propia voluntad, y no tiene sentido hablar de derechos humanos, derechos que se tienen simplemente por naturaleza, por el hecho de ser hombre o mujer. En esta visión del hombre desaparece el concepto de naturaleza humana

Por otra parte, si no se quiere caer en contradicciones con consecuencias prácticas muy negativas (piénsese, por ejemplo, en la actividad deportiva o en las políticas penitenciarias), es preciso distinguir ente género y sexo, entre la propia realidad sexual y el modo en que cada uno la experimenta. Sabemos que el sexo biológico es masculino o femenino. No hay más. Sin descuidar la variedad de casos y problemáticas existentes en este campo, la característica del sexo es importante y debe seguir condicionando las políticas sociales. Lo menos que se puede decir es que aceptar que los niños, y no tan niños, puedan cambiar de sexo, con o sin restricciones, resulta muy peligroso y es contrario a la verdad más íntima de uno mismo.

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