Carta semanal del Sr. Obispo. ¡Feliz Navidad!

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Queridos diocesanos:

El evangelio de san Lucas nos dice que los Pastores, a quienes los ángeles anuncian la buena nueva del nacimiento del Mesías, el Señor, se llenaron de gran temor en un primer momento, un temor que no ha de entenderse como miedo, ese movimiento del alma que se aleja de un mal que acecha y lo rechaza; el temor de los pastores de Belén es el sentimiento de encontrarse ante algo que los supera, que está por encima de ellos, que no controlan ni dominan: es el temor que acompaña a la presencia de lo divino, de lo trascendente. Pero, en seguida, ese sentimiento de miedo se convierte en alegría que les lleva a dar gloria y alabanza a Dios, y a contar el acontecimiento de Belén a cuantos quieren escucharles.

Es también el caso de los Reyes que acuden junto al Portal guiados por la estrella. Después de su breve estancia en Jerusalén para informarse acerca de donde debía nacer el Mesías, se llenan de “inmensa alegría” cuando el astro celeste que los conduce se deja ver de nuevo.

La alegría forma parte de la Navidad, es el ambiente en que tiene lugar el nacimiento de Jesús. Es imposible pensar en una Navidad triste en sí misma, aunque pueda haber circunstancias que hagan que contrasten la alegría de la fiesta y la pena que lastra el ánimo de una persona o de una familia.

La razón de la alegría de la Navidad reside en que en el nacimiento de Jesús se manifiesta de manera muy singular la gracia, la “benignidad” de Dios, como dice san Pablo en su carta a Tito (2, 11). El amor de Dios que se hace historia de salvación a lo largo de los siglos del Antiguo Testamento, en el umbral del Nuevo se visibiliza, aparece, se manifiesta de un modo nuevo. El Niño-Dios desvela todo el amor de Dios por los hombres y constituye la verdadera razón de nuestra alegría. Si faltase el verdadero y último motivo de la alegría, todo correría el peligro de convertirse en algo falso, superficial, artificial: ¿qué sentido tendrían nuestras felicitaciones, las luces y adornos de nuestras calles, los regalos, los encuentros familiares? Constituirían  como un enorme ejercicio de autoengaño. En realidad no habría nada por lo que estar alegres.

Pero la Iglesia nos anuncia: el Señor está cerca y viene para salvarnos. Viene el Mesías Salvador. Un mundo sin el Dios-con-nosotros, sin el Enmanuel, una vida sin su presencia, nos conduciría irremediablemente a la soledad, a la tristeza, más o menos encubierta, disfrazada y soportada.

La certeza del Enmanuel, del Dios-con-nosotros, es la puerta por la que entra la alegría en el mundo. ¡Qué esperanzador leer los textos de la liturgia! y dejarnos envolver por la esperanza segura y la alegría de la inminente venida del Salvador. Os invito a contemplar en estos días con los ojos de la fe el misterio de Belén y experimentar el estremecimiento de alegría que embarga y fascina a pastores y reyes, a José y a María. También en nosotros se puede repetir esa misma experiencia.

¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?, preguntan a Jesús los discípulos del Bautista por encargo de este. Nosotros, cristianos, conocemos la respuesta. El Mesías, el esperado de los tiempos y de las naciones es el Niño que nace en la pobreza y sencillez de Belén. En él se revela que el hombre no está solo, que Dios viene en auxilio de nuestra pequeñez, que Él nos ha abierto horizontes infinitos que la muerte no alcanza a cerrar. Lo que, de un modo u otro, todos esperamos, sólo en Dios encuentra respuesta; solo Él puede colmar nuestros deseos. Si nos faltase, el corazón humano estaría condenado a la eterna insatisfacción. La Navidad nos asegura que no es así; que el amor infinito de Dios que se ha hecho visible en una criatura pequeña y desvalida, es la garantía de que nuestros sueños y deseos humanos encontrarán satisfacción. El “ansioso” corazón humano no es un absurdo.

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