Carta semanal del Sr. Obispo: «Jesús nos invita a hacernos próximos a cada persona»

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Queridos diocesanos:

El segundo capítulo de la encíclica Fratelli tutti del Papa Francisco lleva por título: “Un extraño en el camino” y es, en substancia, un comentario a la parábola evangélica del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37). Antes de seguir adelante en el documento, el Papa se detiene en el citado texto evangélico, en el que, dice, se recoge “un trasfondo de siglos” (n. 57) que se centra en dos cuestiones fundamentales. Con la primera se interroga por quiénes son nuestros hermanos, y con la segunda por el principio que debe regir nuestras relaciones.

La pregunta por el prójimo o hermano obtiene cumplida respuesta tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, aunque es en este último donde encontramos una más clara y decidida contestación. En efecto, ya en el libro del Levítico, por ejemplo, se establece el deber de amar al prójimo como a uno mismo (cfr. 19, 8) y en el libro del Eclesiástico, superando la tendencia a limitar erróneamente el concepto de prójimo a los más cercanos, lo alarga a todos los hombres, de modo semejante a como el amor de Dios alcanza a todos los seres vivientes (cfr. 18, 13). Pero es en el Evangelio donde el precepto del amor a todo ser humano, a cada persona, es recordado una y otra vez. Lo mismo puede leerse en las cartas de los Apóstoles (cfr. 1 Jn 2; , 10; 3, 14; 4, 20 ; Tes 3, 12).

La actitud ante los demás, dice el Papa, no puede ser de ningún modo la de la indiferencia (cfr. nn. 57 y 68). La tentación de la indiferencia, es decir, la inclinación a “desentendernos de los demás; especialmente de los más débiles” (n. 64), acecha a todos. Corremos el peligro de estar demasiado centrados en nosotros mismos, de elevar a criterio de nuestras relaciones con los demás el viejo dicho según el cual cada uno debe sacarse las castañas del fuego. Pero este principio significa frecuentemente ver al prójimo, considerar a la mayor parte de “los demás” como algo que nos molesta, que perturba nuestra vida, que altera nuestros planes o nos hace perder tiempo con sus problemas, que inquieta nuestra tranquilidad con sus sufrimientos.

Frente a la que podríamos llamar actitud homicida de la indiferencia, que borra a los demás de nuestra vista y los elimina de nuestro mundo, el Papa propone otra actitud fundamental bien diversa, la “opción de fondo que necesitamos para reconstruir este mundo que nos duele” (n. 67): la actitud del buen samaritano (ibídem), que nos lleva a mirar a los demás, a toda persona, como hermano o hermana. Cada persona encarna al “hombre” de que habla la parábola –carece de ulterior identificación- que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de ladrones. Esta actitud de fondo se corresponde con la de quien busca el bien común siguiendo una ley fundamental escrita en el propio corazón, según la cual cada persona debe encaminarse “a la prosecución del bien común y a partir de esa finalidad, reconstruir una y otra vez su orden político y social, su tejido de relaciones, su proyecto humano” (n. 66). El buen samaritano actuó con esa actitud de fondo y siguió esa ley fundamental con aquel que los ladrones habían dejado medio muerto.

El levita y el sacerdote, en cambio, no fueron capaces de olvidarse de sí mismos, de sus planes, de sus necesidades y sus problemas, de su tiempo, para atender y cuidar del herido, cuyo estado requería imperiosamente su atención: pasaron de largo, miraron para otra parte, hicieron como que no veían al herido. El Papa nos llama a hacer examen y preguntarnos con cuál de los personajes de la parábola nos identificamos, o a cuál de ellos nos parecemos (cfr. n. 64). Vale la pena detenernos y pensarlo unos momentos, porque podríamos descubrir que, aun creyendo en Dios y adorándolo, no vivimos, sin embargo, como a Dios le agrada (n. 74); y podría darse la paradoja, dice el Papa para removernos, “de que a veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes” (ibídem). Sería, en verdad, una triste cosa.

Consideremos, para terminar, que Jesús, como conclusión de la parábola, nos invita a comportarnos como el samaritano: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37); a hacernos próximos a cada persona; a dejar de lado toda indiferencia y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos, vecinos, prójimo de cualquiera que encontremos en el camino de nuestras vidas.

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