Carta semanal del Sr. Obispo: Jornada por la vida

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Queridos diocesanos:

“Acoger y cuidar la vida, don de Dios”, así dice el lema escogido para esta nueva Jornada por la Vida que celebramos en la solemnidad de la Anunciación del Señor, momento en que la Virgen María recibió el mensaje del ángel y se rindió, sin condiciones –es la esclava del Señor- a la voluntad de Dios. Con el sí de la María, con la aceptación de su prodigiosa maternidad, un nuevo ser comienza su existencia en su seno virginal: el Verbo de Dios se hace hombre.

El prólogo del evangelio de san Juan nos habla de la Vida, del Verbo de Dios, que era desde el principio y está en el origen de todo ser viviente. Y nos habla también de esa Vida que se hace un Niño una vida “abreviada”, pequeña, débil, en la joven doncella de Nazaret, que la acoge con sobresalto emocionado de madre joven.

Es lógico que, al conmemorar la Encarnación del Hijo de Dios, toda la Iglesia se llene de agradecimiento por el don de la vida, y se reavive en ella el respeto y la veneración que cada vida humana merece; porque cada vida es un don de Dios, un regalo, un detalle suyo para con los hombres. Y si todo don, hasta el más pequeño, merece nuestra sincera gratitud, el don más radical de todos, el primero en cierto modo, pide acogida reverencial, porque si toda vida es don de Dios, en ella se nos da, en cierto modo, Dios mismo. Todavía recuerdo con emoción –y han pasado ya casi treinta años- el don que me hizo un niño de unos 6 años: me regaló una tablitaa de “windsurf”, de apenas cuatro o cinco centímetros, en correspondencia por los bombones que le había regalado. Para el constituía el magnífico regalo a un amigo. También a mí me lo pareció.

La vida es un don de Dios y, por eso, es algo sagrado y a Él solo pertenece. De ahí que se pueda concluir, sin enredarnos en mayores disquisiciones, que derramar la sangre de alguien, el homicidio, es una especie de sacrilegio que ofende a Dios gravemente. Todos recordamos las palabras de la Escritura que condenan la muerte de Abel a manos de su hermano Caín: “¿Qué has hecho?”, le dice Dios. “La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo” (Gén 4, 10).

La vida, toda vida humana, sin distinción, es un don de Dios. Toda vida, sin distinción, es sagrada, y no solo merece, sino que exige, respeto. Y como don sincero que es requiere ser cuidada, solicita atención, demanda dedicación, pide ser atendida y, sobre todo y siempre, acogida. Acoger entraña ofrecer refugio, calor, cercanía, ayuda; acoger significa aprecio, estima, consideración, afecto. Sí, la vida va siempre acogida, tanto más cuanto más delicada y frágil es, cuanto más necesitada de cuidados está. ¡Cuántas veces y con qué fuerza! insiste el Papa Francisco en la virtud del cuidado de los demás que, por fuertes que sean, tienen siempre un punto de debilidad. Cuidado que reclaman de manera especial los más frágiles, la vida en sus primeros y últimos momentos, la vida enferma, olvidada, descartada, despreciada.

Todos estamos llamados a impulsar una cultura de la vida, a promover leyes en favor de la vida desde su concepción hasta la muerte natural, a ayudar a los padres a acoger a los hijos con amor y a cuidar de sus familias como su gran tesoro, a hacer cuanto sea posible para que los hijos crezcan en ambientes seguros, y a procurar que los enfermos y ancianos tengan siempre quien los cuide y acompañe.

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