Queridos hermanos:
La confianza es una de las cualidades que ha de revestir cualquier forma de oración que, bajos las diversas modalidades que pueda adoptar, entendemos siempre como el trato confiado, sereno y seguro, familiar, amoroso, del cristiano con Dios Nuestro Señor. Tener confianza en alguien supone creer en él, fiarse; y este fiarse implica una forma de abandono, de entrega en manos de otro, acompañada de una fuerte dosis de seguridad de que no nos fallará. Tener alguien en quien poder confiar da paz, descansa, imprime serenidad en el alma.
La confianza nace siempre de la certeza de contar con el amor de otra persona, de alguien que nos quiere bien, es decir, que desea nuestro bien, y está dispuesta a hacérnoslo en la medida de sus posibilidades. No en vano, la oración por excelencia, la que el mismo Jesús enseñó a sus discípulos, inicia con la palabra: “Padre”, Padre nuestro, porque es la oración común de los cristianos. Se pone así de relieve que el clima en que la oración surge es un clima de confianza, filial, de plena y total cordialidad. En el diálogo de amistad e intimidad con Dios, Señor y Padre nuestro, no hay lugar para el miedo, la desconfianza, la reserva, la cautela o la suspicacia. Dios todopoderoso y benigno está de nuestra parte, su deseo es siempre benéfico en relación con cada uno de nosotros y con todos; de ahí que abriguemos la certeza de que escuchará nuestra oración.
Tenemos la experiencia de que, a veces, Dios parece no escucharnos, y nuestra oración se hace más “nerviosa”, se tiñe de una cierta ansiedad que apenas podemos evitar: como la oración de los Apóstoles sorprendidos en medio del mar por una tormenta tan fuerte “que la barca desaparecía entre las olas” (Mt 8,24), mientras Jesús duerme. El miedo se apodera de los Apóstoles que, inquietos, asustados, despiertan al Señor con un grito nervioso: “¡Señor, sálvanos que perecemos!”. Por un momento han dejado de confiar en Él, y la situación apunta a tragedia. La respuesta de Jesús, suena, por su parte, a reprensión, la de quien les ha manifestado de mil modos y numerosísimas veces su poder milagroso: “¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?”. Ha vacilado su fe en Jesús y, al mismo tiempo, ha flaqueado su confianza. Un reproche que seguramente el Señor podría hacernos con frecuencia también a nosotros, pues a nadie agrada que se desconfíe de él, particularmente cuando ha dado motivos suficientes para que se tenga en él una confianza “ciega”. La falta de confianza en alguien por parte de quien tiene abundantes motivos para tenerla, se experimenta cuando menos como un desaire, sino como un verdadero y propio agravio.
En el Evangelio tenemos buenos ejemplos de la actitud confiada con que debemos acercarnos al Señor para presentarle una necesidad. Recordamos bien la escena de aquella mujer extranjera, siro-fenicia, precisa san Marcos, que tenía una hija poseída por un espíritu impuro; cómo ruega a Jesús por su curación; y cómo insiste aún a pesar del aparente desdén con que el Señor parece tratarle (cfr. Mc 7, 24-30). Algo que se diría impensable si no animara a aquella mujer la confianza de que podía mover el corazón de Cristo en su favor. La misma segura confianza que mueve a aquella otra mujer que llevaba muchos años sufriendo hemorragias de sangre; se acerca a Jesús y toca la orla de su manto, segura y confiada de obtener la curación. Jesús no solo la premia con la curación, sino que alaba su fe-confianza en Él (cfr. Lc 8, 43 -48).
La oración, pues, humilde, constante, perseverante, ¡confiada! La establecemos y la dirigimos a alguien que nos escucha siempre como Padre que es. Por eso nos dice el Señor con palabras que estimulan nuestra confianza: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo (que sabemos es el don por excelencia) a los que se lo piden?” (Lc 11, 13).
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