Carta semanal del Sr. Obispo: La Cuaresma es tiempo de purificación, que debe hacer más auténticamente cristiana nuestra vida personal

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Queridos diocesanos:

La semana pasada hablamos del inicio de la Cuaresma sirviéndonos de las palabras de San Pablo que el Papa pone como introducción a su Mensaje para este tiempo santo. Hoy deseo subrayar algunas ideas centrales de dicho Mensaje, a la vez que os pido que sigáis rezando por la paz en Ucrania, sometida a una criminal agresión. Acudamos a la intercesión de la Virgen, Reina de la Paz, rezando todos los días el Santo Rosario por esa intención.

Retomando el Mensaje de Francisco para esta Cuaresma, el Papa nos recuerda una idea que debe llenar de sentido estas semanas. “La Cuaresma, dice, es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria”. Es tiempo pues de purificación, que debe hacer más auténticamente cristiana nuestra vida personal y la de nuestras comunidades, más conforme al “ser” cristiano, a la vida nueva que recibimos en el sacramento del Bautismo. Es este un tiempo oportuno para desprendernos de la escoria de este mundo que se nos va pegando con el pasar de los días; para sacudirnos la pereza que hace más lento nuestro caminar; para luchar contra la tendencia a rebajar las exigencias de la fe; para resistir a las inercias que restan vibración a la entrega y a las pequeñas -o no tan pequeñas- cesiones ante un ambiente hedonista que rechaza la Cruz de Cristo. Es tiempo para despertar de la modorra que adormece la voluntad y nos hace ver las dificultades ordinarias como obstáculos insalvables. Con demasiada frecuencia nos escudamos con la excusa del: “es difícil”, para rehuir el sacrificio que supone una verdadera conversión.

Por eso, es tiempo para detenernos en un examen más exigente de nuestras conductas y despertar una mirada de fe que nos muestre sin tapujos la verdad de nuestra vida, sin autoengaños ni falsas visiones, sin inmotivadas autocomplacencias, sin desviar la atención de los ángulos más obscuros de nuestro yo, que nos cuesta reconocer y que tendemos a ocultar para evitarnos el sacrificio de cambiar.

En esta Cuaresma debemos hacer nuevamente un examen, sereno, pero exigente, sobre la autenticidad cristiana de nuestra vida. Nos descubriremos quizá excesivamente acomodados, satisfechos con nosotros mismos, despreocupados porque ya participamos de vez en cuando en ceremonias religiosas y observamos unos “respetables” estándares de decencia. Pero quizás percibamos más claramente de lo habitual que falta tensión en nuestra vida cristiana y sobran inercias; que carece de dramatismo y abunda en rutinas; que, en definitiva, no manifiesta el escándalo de la Cruz. Como se ha dicho con acierto, quizás el bienestar ha transformado nuestro cristianismo en una “decoración inofensiva”.

San Pablo nos habla de frutos que se recogen “a su debido tiempo”. La cosecha tiene lugar al final; sigue al esfuerzo para preparar la tierra, hacer la siembra, escardar, abonar, regar y, por fin, recoger los frutos. La Cuaresma, como nos recuerda el Papa, es tiempo oportuno para disponer la tierra con la penitencia y la mortificación, de manera que la lectura más frecuente de la Palabra de Dios, meditada en el silencio del corazón, germine y fructifique en una vida renovada; no simplemente en algunas obras buenas que poco cuestan e, incluso, pueden favorecer la soberbia de creernos más y mejore que los demás. Como dice Francisco: “La escucha asidua de la Palabra de Dios nos hace madurar una docilidad que nos dispone a acoger su obra en nosotros” (Mensaje, 1). Esa obra de Dios es que creamos en Jesucristo, el enviado por el Padre (cfr. Jn 6, 26); que lo acojamos y lo “vivamos”, es decir, que le dejemos vivir en nosotros, para poder realizar sus mismas obras, madurando frutos de santidad “que conducen a la vida eterna” (Rom 6 22).

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