Carta semanal del Sr. Obispo: La cuestión de la verdad no es algo que tenga que ver solo con la razón; es asunto fundamental para la felicidad de los hombres

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A las mismas puertas de la Semana Santa, cuando conmemoraremos el misterio de nuestra redención, comprobamos que el Evangelio es, efectivamente, Buena Noticia para todos los hombres.  En estos días se hace aún más manifiesto el deseo divino de que todos los hombres se salven. El Hijo de Dios no fue enviado al mundo para destruir, ni para apagar la mecha que humea, ni para sofocar los deseos de verdad y de bien que anidan en el corazón del hombre, ni para despreciar y eliminar cuanto de bueno hay en el mundo, aun cuando su estado sea quizás germinal, inmaduro, imperfecto. El Señor vino para dar plenitud, para llevar a perfección; también para corregir o sanar.

La Buena Nueva es salvadora; abrazarla y hacer que se transforme en vida es fuente de plenitud, de felicidad; es causa de bien para el individuo y para la sociedad, cualquiera que sea la dimensión y la complejidad de esta. El Evangelio es para todos, su destinatario es la humanidad entera, no un grupo, una raza, un pueblo concreto. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10), de ahí que el anuncio de la buena Nueva sea una tarea ineludible e irrenunciable para quien desea seguir a Jesús (cfr. Mc 16, 15). Cada discípulo del Señor, la Iglesia entera, servidora de la Buena Nueva, de la Palabra de Dios a los hombres, debe alentar la convicción de ser instrumento para la felicidad de cada persona y de toda la humanidad.

La cuestión de la verdad no es algo que tenga que ver solo con la razón; es asunto fundamental para la felicidad de los hombres; el error, su simple ignorancia, el mero desconocimiento de la verdad, sobre todo de “las verdades que realmente cuentan para la vida de los hombres”, para que sean felices, constituye un mal, algo pernicioso para la persona. La preocupación, el interés de la Iglesia por la verdad del hombre, del matrimonio, de la familia, de la sociedad, su deseo de que llegue a todos, no es cuestión de una voluntad impositiva o dominadora, ni de un empecinamiento irracional, de tozudez o terquedad gratuita y sectaria; es sencillamente interés auténtico por su bien, por su felicidad. La Iglesia no sirve a una ideología; quiere servir al hombre, secundando el proyecto divino de la salvación de todo el género humano. Lo decíamos al final de nuestra “Carta” de la semana pasada: “Toda concepción del ser humano que olvide la igualdad-diferencia, anímico corporal, ente varón y mujer, y su carácter personal, relacional, como seres de, en y para los demás, y su lugar en el mundo, es errónea en su raíz y será origen de serias ‘turbulencias’ en la vida personal y social”.

Lo mismo se puede decir del concepto de familia, basada sobre el matrimonio –exclusivo, definitivo y abierto a la vida-, fundamental para la buena marcha de la sociedad. Mantiene con ella un vínculo “vital y orgánico”, de manera que la “salud” de aquella condiciona la de esta. La familia es, en efecto, “la primera y fundamental escuela de socialidad”. En ella, enseña la Iglesia, encontramos “la primera escuela de las virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma”. En su seno se recibe, se aprende y se vive el amor mutuo, generoso y desinteresado; se aprecia a los demás por lo que son y no por lo que nos dan; el interés por el bien común prevalece sobre el particular. Se entiende, por eso, que el amor “respirado”, “experimentado” en la familia represente como el punto de partida de todo intento válido “para hacer de toda la humanidad también una comunidad en la que todos vivamos como hermanos” (Instrumento de trabajo pastoral sobre persona familia y sociedad…”, p. 27).

A ese respecto vale la pena citar unas palabras de San Juan Pablo II: “En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia” (Familiaris consortio, 3).

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