Carta semanal del Sr. Obispo: «La gravedad de la malicia del aborto procurado no puede ser ocultada ni atenuada»

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Queridos diocesanos:

¡Dios quiere que todos los hombres se salven! Esta es la buena noticia que nos trae Jesús. EL Evangelio es un mensaje de salvación, anuncio alegre, henchido de promesas. Estas palabras de Jesús en el Evangelio expresan la voluntad de Dios, su deseo, la intención que preside las relaciones de Dios con los hombres. El Concilio Vaticano II recuerda que la obra redentora de Cristo se refiere, de suyo, a la salvación de los hombres. El Dios de la vida quiere que todos los hombres tengan vida, y vida en abundancia. Es verdad que al hablar aquí de salvación y de vida nos estamos refiriendo aquí a la vida sobrenatural, la vida que recibimos en el Bautismo, participación de la vida divina, el don más grande que los hombres podemos recibir.

La vida natural, aquella a que dan origen nuestros padres como colaboradores de Dios, es también un don precioso. De hecho, buena parte de la actividad de Jesús está dedicada a sanar a los hombres de las dolencias y de las enfermedades más variadas e, incluso, a devolver la vida a quien la había perdido. La resurrección de algunos muertos se cuenta entre los milagros más asombrosos de los realizados por el Señor. La actitud del Señor demuestra el inapreciable valor de la vida humana. Inapreciable porque es fruto de la acción creadora de Dios, como vemos en el libro del Génesis; Dios se implica de un modo particular en la creación el hombre: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo” (Gén 2, 7). Dios dona al hombre un hálito de su propio espíritu y convierte el barro en un ser viviente.

Las palabas del libro del Génesis desvelan el contenido central de la revelación divina sobre el hombre: es creado por Dios. Por eso la vida del hombre, de todo hombre, es sagrada y goza de una dignidad inviolable. Solo Dios es dueño y señor de la vida desde sus primeros momentos hasta su final. ¡Solo El! Y Dios se manifiesta extremadamente celoso de la vida de los hombres, poniéndola bajo la sólida protección del quinto mandamiento de su ley: ¡No matarás! (Ex 20, 13; Dt 5, 17) y de la severísima advertencia de Dios a Caín ya en el principio: “La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo” (Gén 4, 10). Quien viole el mandamiento del Señor: ¡no matarás!, deberá habérselas con Él, defensor y protector del inocente.

Dios nuestro Señor cuida de manera particular la vida de los hombres. Y quiere que sea respetada, protegida, asistida, cuidada, promovida, acogida, servida. Para probarlo bastaría recordar la parábola del Buen Samaritano (cfr. Lc 10, 30-37) o el discurso de Jesús sobre el juicio final (cfr. Mt 25, 31-46), donde la actitud para con Dios se descubre en la que se mantiene con el hombre herido, sufriente o necesitado. La causa del hombre es la causa de Dios.

La verdad que afirma el carácter inviolable de la vida humana aparece clara y repetidamente enseñada en la Sagrada Escritura y ha sido propuesta constantemente por la Iglesia. Hoy lo sigue haciendo con la misma fuerza y determinación, consciente de que es uno de los pilares fundamentales de la moral cristiana y de que está en acto una acelerada pérdida de conciencia de la absoluta y grave ilicitud de la eliminación de toda vida humana inocente (cf. Evangelium Vitae, 57). Resulta, por tanto, oportuno recordarlo cuando leemos que se tiene la intención de sustituir la ya lamentable ley del aborto en vigor, por otra aún peor que asegure, se dice, “que todas las mujeres tengan derecho (¿?) a decidir sobre sus propios cuerpos”, permitir insensatamente que las menores de 16 o 17 años puedan abortar aun sin el consentimiento paterno y adelantar el plazo para poder abortar impunemente. Enésimo intento éste de querer hacer prevalecer la cultura de la muerte sobre el Evangelio de la vida, frente al cual no cabe, por parte de los cristianos, sino una serena pero firme y determinada resistencia. La gravedad de la malicia del aborto procurado no puede ser ocultada ni atenuada si no se quiere ser objeto de las palabras del profeta Isaías:  ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20).

Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.

La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente e

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