Queridos diocesanos:
La semana pasada cerraba mi Carta semanal trayendo a colación las palabras del Papa que descubría en la Liturgia el mejor remedio contra dos actitudes que son la ruina de la vida cristiana: el gnosticismo y el pelagianismo. Permitidme insistir brevemente sobre ello. Frente al subjetivismo que se pone de manifiesto en la primera de las actitudes citadas, la celebración litúrgica se revela como algo que “no pertenece al individuo sino a Cristo-Iglesia, a la totalidad de los fieles unidos a Cristo” (Desiderio desideravi, n. 24). La celebración litúrgica no pertenece ni al sacerdote ni a los fieles que toman parte en ella. Ellos celebran algo que no es suyo, algo de lo que no pueden disponer a su capricho, porque es la Iglesia quien celebra y en ella y por ella Cristo mismo.
Por otra parte, la celebración litúrgica nos deja bien claro que la salvación que nos alcanza en ella se nos da gratuitamente; no proviene del sacerdote que es simplemente un instrumento; los sacramentos actúan en virtud del sacramento mismo, de aquello que se realiza: basta con que quien los recibe no ponga obstáculo, que se encuentre debidamente dispuesto. No producen su efecto salvífico porque el celebrante posea particulares dotes, los haga más o menos atrayentes o sea más o menos creativo, sino, sencillamente, porque ejerce el sacerdocio de Cristo, porque gracias a la ordenación sacerdotal es, de manera misteriosísima pero real, el mismo Cristo: “La Liturgia es el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles” (ibídem, n. 21). O como dice el Papa un poco más adelante: “El encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado. Podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de la encarnación que, en la última Cena, llega al extremo de querer ser comido por nosotros”” (ibídem, n. 24). La salvación no es, pues, un logro humano, sino un don.
El encuentro salvador con Cristo que se produce en cada celebración litúrgica, es algo que no puede menos que despertar el asombro adorante y agradecido que hemos de tratar de vivir cada día, dejándonos sorprender por el misterio que celebramos, evitando ceder al acostumbramiento o a la rutina. La Liturgia vivida como encuentro con el Dios salvador “hace nueva nuestra vida” (ibídem, n. 20).
Mantener viva la conciencia de la verdad y de la belleza, o, en su caso, redescubrirla, significa penetrar en el corazón de los “misterios” cristianos, del encuentro fascinante y seductor con Cristo, y tiene poco que ver con la actitud “esteticista” –siempre superficial, a la postre-, ante la celebración más o menos “bella” de los ritos y formas exteriores. El Papa no quiere en modo alguno que el rechazo –por limitada y pobre- de esta actitud esteticista, se confunda con el descuido de los diversos aspectos de la celebración que tiene que ver con el tiempo, el lugar, las posturas, los gestos y palabras, con los objetos litúrgicos, las vestiduras, los cantos, la música, etc. (cfr. ibídem, n. 23), ni tampoco con el modo libertario y anárquico de celebrar los ritos sagrados. Francisco no quiere avalar la actitud “que confunde lo sencillo con una dejadez banal, lo esencial con la superficialidad ignorante, lo concreto de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado” (ibidem, n. 22). Ni una ni otra actitud respeta la verdad de la celebración litúrgica que es acogida de la acción salvífica de Dios. Se ha escrito con razón que, si convertimos la Liturgia en “una obra humana, corremos el peligro de hacer de Dios un ídolo humano”. Una obra humana que, por perfecta que sea, no despertaría en nosotros el asombro de quien percibe que, en los gestos simbólicos, en los misterios cristianos, en los sacramentos, ser realiza la obra divina de nuestra redención. Esta es la verdadera grandeza, verdad y belleza, de la Liturgia.