Queridos diocesanos:
Noviembre es el mes en que la naturaleza se reviste de colores siempre nuevos y brilla con un esplendor de fascinante plenitud, de serena madurez, de armónica cromaticidad. La liturgia de la Iglesia celebra la solemnidad de Todos los Santos en el inicio mismo de este mes. En ella se nos muestra la belleza y la rica variedad de la santidad, de la plenitud de la vida sobrenatural encarnada en la existencia de tantos cristianos. La belleza de la naturaleza que se manifiesta de manera particular en estos días, parece encontrar su versión sobrenatural en la hermosura y encanto de la santidad cristiana manifestada en mil rostros distintos.
La primera de las lecturas que se leen en la Misa de la solemnidad de Todos los Santos nos ofrece la espléndida visión de una “muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas (…), con vestiduras blancas y palmas en sus manos” (Ap 7, 9). Son los moradores del cielo, los ciudadanos de la Jerusalén celestial, los que han vivido según el espíritu de las bienaventuranzas en este mundo y “han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero (ibídem, 7, 14) y de cuyos ojos ya no brotarán lágrimas nunca más.
A lo largo del año litúrgico se suceden las celebraciones de los grandes misterios de nuestra fe y también las de los grandes santos que nos han precedido y cuya devoción está más extendida entre los fieles cristianos. El día de Todos los Santos veneramos, en cambio, la innumerable multitud de hombres y mujeres que el Papa Francisco ha denominado acertadamente como “los santos de la puerta de al lado” o, según otra expresión suya, como “la clase media de la santidad” (Exhortación Apostólica Alegraos y regocijaos, 7). La santidad de estos hombres y mujeres se nos revela como algo asequible, algo que cae dentro de nuestras posibilidades, por limitadas que estas sean. A este respecto, es bello y estimulante, leer al Santo Padre cuando nos dice que “el Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo de Dios” (ibídem, 6) o cuando, con palabras de la Carta a los Hebreos, nos invita a considerar “la nube ingente de testigos” (12, 1), que nos han precedido y que nos alientan a “no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta” (ibídem, 3). Entre esos testigos, dice el Papa, “puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas”, cuyas vidas puede que no fueran siempre perfectas, “pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron siempre adelante y agradaron al Señor” (ibídem).
Es bueno ponderar estas ideas, particularmente hoy cuando parece haber un tenaz empeño por subrayar solo las sombras que no han faltado y no faltan ciertamente en la vida de los hijos de la Iglesia a lo largo del tiempo, pero se pasa por alto el testimonio de millones de cristianos ejemplares por su santidad reconocible, sencilla y discreta, aunque no por eso menos heroica.
La santidad que veneramos en esta solemnidad de Todos los Santos nos alienta en nuestro propio camino como cristianos, nos estimula a buscarla en la vida ordinaria, en el cumplimiento de nuestros deberes familiares, sociales o profesionales. Al final se trata sencillamente de vivir vida cristiana, con coherencia, con la humildad de volver a intentarlo siempre, sirviéndonos de los medios que Dios ha puesto a nuestra disposición para crecer hacia la santidad. La belleza de la santidad de Dios se puede manifestar de manera llamativa, extraordinaria, pero también de modo más humilde y sencillo. La meta para todos es la santidad. El camino concreto para cada uno lo elige el Señor.