Carta semanal del Sr. Obispo: La multiplicación injustificada y arbitraria de falsos derechos fundamentales, parece querer disminuir el valor de los que son verdaderos derechos humanos fundamentales

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Queridos diocesanos:

Teniendo muy presente la dignidad de la persona humana, las Naciones Unidas adoptaron en su momento (1948) la así llamada Declaración Universal de los Derechos Humanos, uno de los más importantes documentos de nuestro tiempo. La Declaración inicia con unas palabras particularmente solemnes y graves: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…” (Preámbulo). El reconocimiento de la dignidad intrínseca, que hemos llamado ontológica, de toda persona se alza, pues, como fundamento de las grandes aspiraciones de la humanidad a la libertad, la justicia y la paz, aspiraciones que quedarían frustradas si no se respeta, defiende y promueve, la dignidad de cada ser humano. Son afirmaciones que vale la pena proponer recordar una y otra vez.

Como hace presente Francisco (Dignitas infinita, n. 23), las citadas palabras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos fueron calificadas por san Juan Pablo II como “piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano”, y fuero reconocidas por el santo Pontífice como “una de las altas expresiones de la conciencia humana”. Todo verdadero humanismo ve en esas palabras uno de los principios que con más exactitud lo definen. Su negación comporta, por el contrario, su rechazo o negación. De ahí que la Iglesia se oponga con determinación a todo intento de alterar o eliminar el significado profundo de esa Declaración. Porque tentativos de ello, “haberlos, haylos”.

Dignitas humana se fija en algunos de estos. En primer lugar, llama la atención sobre el intento de distorsionar el significado del concepto de dignidad humana, haciéndolo, sí, equivalente a dignidad de la persona, pero para limitarlo después el a los seres con capacidad de conocimiento y libertad -de la que no gozarían todos los seres humanos-, llevando a la falsa conclusión de que la dignidad humana no es algo intrínseco e inherente a cada persona (n. 24).

Un segundo conato de debilitar el principio de la dignidad incondicional de la persona humana es el de aumentar el número de derechos fundamentales con los así llamado nuevos derechos, contrarios en algunos casos a los derechos originales y al derecho fundamental a la vida. La multiplicación injustificada y arbitraria de falsos derechos fundamentales, parece querer disminuir el valor de los que son verdaderos derechos humanos fundamentales. No faltan ejemplos bien cercanos.

Se abusa, también, del concepto de dignidad humana, identificándola con una libertad “aislada e individualista, que pretende imponer como ‘derechos’ garantizados y financiados por la comunidad, ciertos deseos y preferencias que son subjetivas” (ibídem, n. 25), sin base alguna en la naturaleza humana.

Al abuso del concepto de dignidad humana lleva también considerar la libertad como algo desvinculado de los demás (libertad individualista) y de Dios. La libertad de la persona no aumenta a costa de cortar vínculos con los demás. Más bien, se debilita y pierde sentido al cerrarse sobre sí misma y privarse de razones objetivas para obrar, dando lugar a la lucha y el enfrentamiento de voluntades (ibídem, n. 29).

Por último, es preciso tener en cuenta que, para hablar de una dignidad de la persona no solo aparente y de un auténtico ejercicio de la libertad, se requiere gozar de algunas condiciones básicas de carácter psicológico, histórico, social, educativo y económico y cultural (cfr. ibídem, n. 31).

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