Carta semanal del Sr. Obispo. «La presencia multitudinaria de fieles en los cementerios es una confesión de fe en la inmortalidad»

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1 de noviembre de 2019. Noviembre II

Queridos diocesanos:

En estos días en torno a la solemnidad de Todos los Santos y a la conmemoración de los fieles difuntos, millones de personas acuden a los cementerios donde están enterrados sus seres queridos; algunas de ellas con no poco sacrificio, ya que deben hacer muchos kilómetros desde su lugar de residencia hasta aquellos otros donde reposan los restos de sus allegados. Las flores alegran los campos santos que en esos días se convierten en lugares de una oración  que hace más llevadera la separación de los que ya no están con nosotros. Son el testimonio de un amor que sobrevive al paso del tiempo, y que impide que éste vaya haciendo mella irreparable en el recuerdo de las personas que hemos amado y que seguimos amando después de su muerte.

La presencia multitudinaria de fieles en los cementerios es una confesión de fe en la inmortalidad, de la que hablábamos en la última carta semanal. Los cristianos sabemos que nuestros fieles difuntos no sólo están presentes en nuestro recuerdo y permanecen vivos en él. Su destino es la eternidad. Si todo acabara con la muerte, sería “inútil y ridículo rezar por los muertos” (2Mac 12, 44).

Desde los comienzos de la vida la Iglesia, ésta honró con verdadera piedad y devoción la memoria de los difuntos y oró por ellos. ¿Por qué ofrecemos sufragios, es decir, por qué rezamos por nuestros difuntos? ¿Cuál es el sentido de esa oración? ¿Qué la hace conveniente y aun necesaria? La respuesta la encontramos en la página del Evangelio que nos narra la parábola de banquete de bodas. Unos de los comensales se ha presentado sin el traje de fiesta, y es interpelado por el rey que ha dispuesto el banquete: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin  el vestido de boda?… Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas” (Mt 22, 12-13). Dios quiere que todos se sienten en el banquete de las bodas celestiales. Quiere que todos los hombres se salven.

Pero  para gozar de la amistad con Dios y ser recibido en su casa y gozar eternamente de su presencia es necesario estar limpio de todo pecado y haberse purificado de las consecuencias del mismo. El Catecismo de la Iglesia Católica dice sobriamente hablando de la purificación final o purgatorio: “Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad  necesaria para entrar  en la alegría del cielo” (n. 1030). Se trata, como dice el Catecismo en el número siguiente, de una doctrina de fe  que quedó formulada en los concilios de Florencia y de Trento.

Rezamos, pues, por los difuntos para que sean liberados del pecado  (cfr. 2 Mac 12, 46), de las “reliquias” o restos de sus pecados. Pedimos por los difuntos para que Dios tenga misericordia de ellos y los purifique con el fuego devorador de su amor y puedan así entrar en el Reino de la luz y de la vida. Vivimos de este modo la verdad de la Comunión de los Santos, pues existen lazos estrechos entre quienes se encuentran en una u otra de las fases o estadios de la vida de la Iglesia: el de su peregrinación en este mundo, el de su purificación a la espera de la entrada en el cielo, el de la posesión plena y definitiva de bienaventuranza.

Cualquier obra piadosa, como una oración, la limosna, las obras de misericordia, las indulgencias aplicadas por los fieles difuntos, el trabajo ofrecido a Dios, etc., entran dentro de los que llamamos sufragios por los difuntos. La Santa Misa, es sin duda, el sufragio por excelencia. Nada podemos hacer ya por nuestros fieles difuntos sino es orar al Señor. Es la mejor obra de caridad que podemos cumplir para con ellos. Si todavía no han entrado en el gozo pleno de Dios, de nada necesitan más que de nuestra oración. Ciertamente “es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos”.

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