Carta semanal del Sr. Obispo: La virtud de la esperanza es virtud capital para los cristianos

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Queridos diocesanos:

En el mes de noviembre, popularmente conocido como mes de los difuntos, hacemos memoria de los familiares, amigos y conocidos que ya no están con nosotros, y los que nos profesamos cristianos los encomendamos piadosamente a la misericordia de Dios. En este tiempo, de manera más o menos expresa, nos formulamos preguntas que a muchos parecerían menos adecuadas en otros momentos del año. La Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, al hablar en sus primeros números de la “situación del hombre en el mundo de hoy” nota que “son cada día más numerosos los que se plantean o acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del mal, del dolor, de la muerte que, a pesar de tantos progresos hechos, subsiste todavía?  (…) ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal? (v. 10).

Esta serie de preguntas que, en número creciente según el Concilio, se hacen los hombres y mujeres de nuestro tiempo me han traído a la memoria otras preguntas fundamentales que el filósofo E. Kant se formulaba y que, podríamos decir, constituyen el punto de partida de su filosofa: “¿Qué es el hombre?”, “¿Qué puedo saber?”, “¿Qué debo hacer?”, “¿Qué puedo esperar?”. Me interesa de modo particular esta última, que, en mi opinión tiene una vigencia siempre actual y no puede ser esquivada por nadie.

La virtud de la esperanza es virtud capital para los cristianos. Junto con la fe y la caridad forma parte de las virtudes teologales. La más pequeña de ellas, pero la más fuerte, ha dicho en alguna ocasión el Papa Francisco. También Ch. Peguy veía la esperanza como la más pequeñas de las virtudes teologales que avanza “entre las dos hermanas mayores cogidas de la mano”. La más pequeña, pero en realidad, según ese autor, es ella la que dirige a las otras dos, la fe y la caridad.

El Catecismo de la Iglesia define la esperanza como la “virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra esperanza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo” (n. 1817). La liturgia de la Iglesia concreta en las oraciones de las Misas del día 2 de noviembre el objeto último de la esperanza: la bienaventuranza eterna. El Prefacio primero de la Misa de difuntos pone el objeto de la misma en la “mansión eterna en el cielo” que el Señor nos tiene preparada. La tradición cristiana lo denomina con la palabra “cielo”, donde quedarán plenamente saciados, y para siempre, todos los deseos nobles de los hombres. La respuesta a la pregunta de Kant es pues: sí, podemos esperar y lo que esperamos es el cielo. Tenemos plena convicción de que nada sobre la tierra puede saciar totalmente nuestros deseos. Poner nuestra esperanza en las cosas de este mundo, sería una esperanza vana, llamada a revelarse una amarga e irreparable decepción.

El cielo, la bienaventuranza eterna, nos es dada por Dios como don y como premio. Como don porque solo Dios puede saciar nuestros deseos, que no se aplacan hasta que los veamos realizados en Él. Cada ser humano puede decir con San Agustín que su corazón está inquieto hasta que descanse en Dios. Solo Él, el infinito, puede saciar el deseo de infinito que anida en el corazón humano.

Pero el cielo nos es dato también como premio por las buenas obras que hemos realizado en este mundo con la ayuda de la gracia. Hacia él nos encaminamos y la esperanza en él, apoyada sólidamente en la victoria de Cristo sobre la muerte, nos mueve a vivir justa y honradamente en este mundo.

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