Queridos diocesanos:
Como decíamos la semana pasada, el papa Francisco en el primer capítulo de la Encíclica Dilext nos subraya con fuerza la importancia del corazón, hasta el punto de afirmar que cada uno es lo que es su corazón; es el corazón el que nos define, el que dice lo que cada uno es. En el capítulo segundo (nn. 32-47), que lleva por título: Gestos y palabras de amor, el Pontífice hace una afirmación de enorme calado: “El Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal, desde donde brota su amor por nosotros, es el núcleo viviente del primer anuncio” (n. 32); que Dios nos ama es la palabra de salvación, el misterio que debe ser anunciado antes que nada y continuamente proclamado, ya que constituye el núcleo mismo del Evangelio. La fe cristiana, sigue diciendo el Pontífice, se comprende solo a partir de ese núcleo, del que, podemos decir, brota el agua “que mantiene vivas las convicciones cristianas” (ibídem). Estas no se pueden entender como un mero catálogo de verdades, un sistema en el que se articulan con mayor o menor lógica. Son convicciones que responden a verdades vivas y se mantienen tales, porque en su variedad y complementariedad, son manifestación del amor infinito de Dios.
El amor que se encierra en el Corazón de Jesús es infinito e inescrutable; no lo conocemos en sí mismo, sino solo a través de sus manifestaciones, de los gestos, miradas y palabras en las se desvela parcialmente. Los gestos en los que se revela la “altura, la anchura y la profundidad del misterio del amor de Dios” los contempla el Papa desde las palabras de san Juan cuando afirma que Jesús “vino a los suyos” (Jn 1, 11). Dios nos trata como a “los suyos”, indicando con ello “la pertenencia mutua de los amigos” (n. 14), palabras con las que ciertamente no sabemos si el misterio se esclarece o si alcanza profundidades nuevas. Esa especialísima relación entre Cristo y nosotros –“los suyos”- se manifiesta en los numerosos ejemplos de amistad, y en los milagros que realiza en favor nuestro. Son todos gestos reveladores de su amor: “El se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura posible” (n. 36). Por eso nos exhorta Francisco: “No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos dudar de muchas cosas, pero no de él. Y no te detengas por tus pecados. Recuerda que muchos pecadores se acercaron a comer con él” (ibídem).
Si se dice con razón que en la mirada se expresa nuestro mundo interior, podemos afirmar que en la mirada de Cristo se decubre su amor. Es la mirada de amor que Cristo dirige al joven rico que se le acerca para preguntarle por la vida eterna; la mirada a aquellos a los que en seguida hará pescadores de hombres; la mirada llena de compasión a las multitudes que lo siguen despreocupadas de la comida; la mirada que lee en el corazón de Natanael: la mirada de Cristo, atenta a cada uno, que lee nuestras intenciones, sufrimientos, inquietudes, deseos y esperanzas (cfr. nn. 39-41.
Las palabras, por último, de Jesús manifiestan su riquísimo mundo interior, los intensos afectos de su corazón, pleno de humanidad y de infinita piedad para con todos. Palabras con las que revela su amor apasionado por Jerusalén, la ciudad amada, la pena que experimenta por la multitud que está a punto de desfallecer, la conmoción que sufre por la muerte del amigo Lázaro, el asombro que muestra ante la fe del centurión o de la mujer que, confiada, toca la orla de su manto (cfr. nn. 44-45).
Para San Juan el misterio de la salvación, de nuestra salvación, se cifra en las palabras de su primera Carta: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (4, 16). El Papa termina este capítulo de su encíclica fijando su mirada en san Pablo: “Cuando muchas personas, dice, buscaban en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad, Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse por lo más grande y fundamental: ˂Me amó˃”.
¡Feliz Domingo!
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