Carta semanal del Sr. Obispo: María disponga nuestras almas para acoger y adorar al Dios hecho hombre

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Queridos diocesanos:

Nos vamos adentrando en el tiempo de Adviento, con una preparación cada vez más intensa para revivir el misterio de la Navidad, el gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios que viene a la tierra para la salvación de los hombres de todo tiempo y lugar. A medida que pasan los días del Adviento, se dibujan en el horizonte de la fe, cada vez con más claridad, dos figuras características de este tiempo: la de aquel, Juan Bautista, que anuncia la inminente venida del Mesías, y la de María, Madre del Redentor, modelo de todo cristiano que peregrina en la fe y que pone su confianza en el Señor.

El Evangelio del pasado domingo, segundo de Adviento, ponía ante nuestros ojos la figura de aquel que Jesús alabó como el más grande nacido de mujer, Juan Bautista, quien como “voz del desierto” grita llamando a la conversión, a la confesión de los propios pecados, y a sumergirse en las aguas del Jordán como signo de purificación.

Juan se presenta en el inhóspito marco del desierto de Judea, acompañado solo de la fuerza de su palabra profética; carente de recursos humanos, de poder, de planes o proyectos que guíen y sostengan su acción. Nadie elegiría un lugar así para presentar un espectáculo, un libro, una noticia, un acontecimiento de altos vuelos. Nada en el personaje parece reclamar la atención, a no ser el vigor con que invita a la conversión, lo escaso de su atuendo y su aspecto austero, acostumbrado a privaciones. Su figura y su palabra llaman a lo esencial, a no prestar atención a lo secundario, lo “adjetivo”; a prescindir de todo lujo, de lo innecesario, de las comodidades excesivas, que distraen de lo que, de verdad, vale la pena.

La figura recia, severa, de Juan Bautista nos llama a examinar nuestro modo de prepararnos para la venida del Señor, porque podría darse que estemos ocupados, si no completamente distraídos, en preparar comidas, regalos, adornos, luces…, mientras que el mensaje de Juan es claro: convertíos, cambiad de vida, preparaos para acoger al Mesías que os trae la salvación y os libera del pecado, fuete de todo mal, individual y social.

María de Nazaret es la otra figura que llena este tiempo de Adviento y que atrae nuestras miradas. En ella tiene lugar la más adecuada preparación para la Navidad. “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en el corazón” (Lc 2, 19). Daba vueltas y más vueltas en su cabeza y su corazón a la buena y extraordinaria Nueva que el Ángel del Señor le había dado a conocer. Nada parece distraerla de aquellas palabras celestiales. No la distrae ciertamente la visita que hace a su prima Isabel, anciana y estéril, en la montaña de Judea. Muy al contrario, la presencia de Jesús en su vientre, se manifiesta en el alborozo de Juan Bautista apenas resuenan las primeras palabras del saludo de María a su prima, que se encuentra ya cerca de los días que la separan del parto.

La actitud de María, sumida en el recogimiento y el silencio que preceden los cantos de ángeles y pastores en la Navidad, nos invita a una oración más auténtica en estos días que preceden a la Navidad. Las fiestas, las grandes celebraciones son momentos de alborozo, de alegría desbordada y compartida, de música y banquetes. Pero todo pierde brillo, como pierde también sentido e importancia, si no se descubre su porqué más hondo, su razón de ser. Solo el recogimiento y el silencio que hemos de provocar en nuestros corazones en estos días, la oración, la lectura de los textos sagrados, nos devolverán “la verdad de la Navidad”, si acaso la hubiéramos perdido. María, a quien veneramos estos días en el misterio de su Inmaculada Concepción, disponga nuestras almas para acoger y adorar al Dios hecho hombre.

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