Queridos diocesanos:
En su Declaración Sobre la educación cristiana, el Concilio Vaticano II pone de manifiesto la extraordinaria importancia que tiene la educación en la vida de los hombres y la contribución cada vez mayor que presta al progreso social de nuestro tiempo. El logro de un futuro mejor, de un verdadero progreso, tiene mucho que ver con la calidad de la educación que se ofrece hoy a los niños, adolescentes y jóvenes. Es asunto de la máxima importancia a la hora de poner los fundamentos de la sociedad del mañana. Seguramente de ahí nacen, en buena parte, las discusiones y debates a los que asistimos en estos días centrados en la nueva ley de educación. Son muchos los que, en un sentido u otro, tienen clara conciencia de que las leyes educativas ejercen gran influjo en la vida de los pueblos, y de que se trata de un “asunto mayor”. De ahí que deban ser objeto de un amplio diálogo entre todas las instancias interesadas, en primer lugar los padres y las asociaciones que los representan. Las prisas y los secretismos en estos asuntos son pésimos consejeros.
En las últimas semanas he abordado el tema de la educación en esta “ventana abierta”, con el fin de recordar algunos principios fundamentales que deben ser respetados, entre otras razones porque forman parte de las leyes fundamentales por las que en su momento, mayoritariamente, los españoles decidimos regirnos. Y lo que fue objeto de la decisión de “todos”, solo este mismo “todos” puede modificarlo. Me he referido así en cartas anteriores al derecho primario que corresponde a los padres a la hora de la educación de los hijos, insistiendo en que ese derecho no es de ningún modo una “rumbosa” concesión del Estado. He recordado igualmente que la Constitución reconoce la libertad de enseñanza y la libertad de las personas físicas o jurídicas para crear centros.
Hoy quiero recordar que la Constitución, en su art. 16.1, garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades. Seguramente para garantizar la de todos, se establece en el punto 3 del mismo artículo que “ninguna religión tiene carácter estatal”. De manera congruente con los puntos 1 y 3 de ese mismo art. 16, se podrá decir que el Estado no tiene tampoco “ninguna ideología” y, por tanto, tampoco puede enseñarla.
Algunos hechos recientes hacen que estas consideraciones me parezcan pertinentes y oportunas. En su art. 27. 3, la Constitución Española establece que los poderes públicos salen garantes del derecho que tienen los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones. La formación moral de niños, adolescentes y jóvenes no es tarea del Estado; corresponde a los padres, y estos están en su derecho cuando exigen que se eduque a sus hijos según sus convicciones en las materias morales, sea cual sea la asignatura en las que se abordan.
Nadie podrá negar que la educación sexual forma parte, y parte importante, de la formación o educación moral de la persona. Quien, sin encargo expreso de los padres, procura una educación moral-sexual de los alumnos, se arroga un derecho que no posee, se extralimita claramente en sus funciones y usurpa un derecho de los padres; y si dicha educación moral-sexual se hace en contra de sus convicciones, se conculca un derecho que la Constitución les reconoce. En ese caso, los padres tendrían todo el derecho a denunciarlo y, desde luego, a excluir a sus hijos de esa educación. Ni el educador tiene derecho alguno a dar una formación moral-sexual según su propia ideología ni puede escudarse en que lo hace siguiendo las directivas del centro o de otras instancias educativas superiores, pues de ese modo no se estaría garantizando la libertad ideológica de los alumnos tal como, en cambio, establece el art. 16.1 de la Constitución Española.